Sin representación, irresponsables ante tragedias naturales

El español es el pueblo que está dirigido desde hace 500 años, sometido a un Estado que atraviesa todas las formas de gobierno y que todavía no ha conocido la manera de tener un gobierno democrático. España no conoce, nunca ha conocido en toda su historia lo que es la democracia.

Pero eso no afecta al Estado, eso afecta a la forma de gobierno. Porque la forma de Estado es monarquía o república. Nosotros defendemos la república, pero en cambio, como forma de gobierno, la democracia. ¿Y qué es la democracia? No es el presidencialismo, es la combinación de la separación de poderes con un sistema verdaderamente representativo del elector, del votante.

La lucha por el derecho. Con Pedro Manuel González.

En España, cada verano, el fuego arrasa miles de hectáreas, devora casas, arrincona pueblos y se lleva con consigo vidas humanas. Y cuando no es el fuego, es el agua. Inexorablemente, las autoridades reaccionan siempre tarde, con torpeza y con la misma retórica hueca de siempre. Hacen falta, dicen, medidas excepcionales, hay que proveerse de recursos extraordinarios, la climatología adversa crea estas consecuencias de manera inevitable, pero al margen del factor natural, en la magnitud, en el alcance de la tragedia, concurre con la misma reiteración que se sucede en estas catástrofes, un factor humano como es la existencia de una estructura de poder político que impide la responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados.

La calave está en la ausencia de representación política. En España, no elegimos a personas, sino a listas, ratificamos listas elaboradas por las cúpulas de los partidos. El ciudadano no vota a su diputado, sino que vota al aparato. De ese modo, de esta manera, los legisladores no se sienten compelidos por un deber de responder eficazmente a las demandas de la ciudadanía, concretadas en las personas que residen en un determinado concreto territorio.

Y cuando no hay responsabilidad política individual, tampoco hay previsión ni cuidado eficaz de lo que al fin y al cabo es común. En los sistemas donde rige la representación uninominal de distrito, cada diputado se debe a su circunscripción. Si en su distrito se producen incendios devastadores o riadas arrolladoras por la negligencia en la prevención o después en la manera de afrontarla, estas consecuencias, pues el diputado sabe que los ciudadanos le retirarán la confianza y no saldrá elegido en la próxima elección, si es que llega siquiera hasta entonces. Esa presión es el motor de su diligencia.

No se trata de una cuestión de moralidad personal, sino de un mecanismo institucional que vincula la supervivencia política del representante a la seguridad material de sus representados. En España, al contrario, ¿qué es lo que sucede? Que cuando arden los montes de Galicia, de Ávila o de Castellón, ningún diputado se siente interpelado directamente. Los partidos, como máquinas cerradas, como auténticos aparatos de poder, reparten culpas entre gobiernos autonómicos, entre gobiernos municipales, con el gobierno central, mientras que el ciudadano mira impotente cómo se espuma su presente y su futuro. La política de listas convierte la tragedia en mera estadística administrativa.

El fuego y el agua, en este sentido, son metáfora y realidad de la irresponsabilidad política.

Donde no hay representación, sólo queda la propaganda. Se improvisan brigadas cuando el humo ya asfixia o la inundación está ahogando. Se anuncian presupuestos que nunca se ejecutan o nunca llegan, y se promete una reconstrucción que llega tarde o no llega jamás. Hasta cuide el rey, aunque éste no apague ni una cerilla. La naturaleza no perdona la irresponsabilidad institucional.

Allí donde falta representación, falta previsión. Y donde falta previsión, las catástrofes son consecuencia directa de la eliminación de la relación entre causa y efecto entre el voto del ciudadano y la elección del gobernante. Mientras no exista una democracia representativa, la tragedia seguirá siendo doble, la natural y la del ciudadano condenado a la impotencia política.