T01XE13 - Diario de una Amazona - Un Podcast de Celia Blanco (@Latanace) - Usaba los dedos como nadie
Me pagué la carrera poniendo copas en Madrid, en un bar en el que las paredes sudaban pero que todos los fines de semana se llenaba de tíos por dos motivos: uno, la música; otro, las dos camareras. Una era yo. Entraba a las 7 de la tarde y salía a las 6 de la mañana, pero me llevaba 15.000 pesetas y aquello era gloria bendita.
Normalmente, no hacía ni caso a ninguno de los que se acodaban en la barra a decirme cosas. Lo que decían, carecía de interés para mí y dorarme la píldora nunca ha sido una buena estrategia para que yo claudique. Pero aquel tipo, con fuerte acento alemán, alto, moreno, con los ojos muy verdes tras unas gafitas redondas fue especial. Empezó a hablar de ópera; yo le di pie. Todo porque en el Teatro Real estaban representando Thurandot y yo lamenté no tener dinero para ir a verla y lo dije en voz alta intentando librarme de un plasta:
-- “Ni aunque me invitaras a Thurandot, que mira que es lo único que me apetece en esta vida”.
El moreno alto me escuchó y por ahí, pilló hebra. Me contó que él iba mucho a la ópera; vivía en Viena y tenía un palco en el palacio de la ópera. Allí no es tan caro como aquí y es un lujo medianamente aceptable. A mí, solo por eso, me gustó.
Aquella noche la pasamos hablando de música y de política. Él vestía un abrigo de cuero hasta los pies, que a mí me fascinó e impresionó a partes iguales. Para mí, aquel austríaco era lo más exótico que había conocido nunca. Fue fácil derretirme.
No nos acostamos hasta dos fines de semana después. Durante meses estuvo viniendo a mi barra cada fin de semana. Esperaba a que yo acabara y salíamos para irnos a la pensión de mierda en la que él se hospedaba. Allí aprendí mucho de cómo los austríacos conseguían quitarse el estigma de la II Guerra Mundial y me contaba, entre risas, cómo llevar su abrigo largo de cuero, comprado de segunda mano en un pueblo húngaro, ponía en alerta a los que lo veían porque distinguían que era un abrigo de la Gestapo.
El austríaco daba los besos extraños. Como no queriendo comerte pero sin dejar de hacerlo. Tenía las manos grandes y estrechas, con dedos muy finos y largos, de pianista, que hacían virguerías por todos mis huecos. Le gustaba que yo me pusiera a cuatro patas para lamerme en esa postura. Empezaba por la planta de los pies, seguía por la pantorrilla, los muslos hasta alcanzar el culo. Aquí lamía con más cuidado aún, empezando por el coño, entreteniéndose con el clítoris, mordisqueando con los labios los míos, subiendo con la lengua hasta la cintura. Usaba los dedos como nadie los ha vuelto a usar jamás. Haciendo una composición sonora con mis propios gemidos.
“Pareces un pianista”, acerté a decir la primera vez; el austríaco sonrió y me dijo “Lo soy”.
Verdaderamente lo era. Por eso sus dedos eran capaces de tocar todas mis teclas a diferentes tiempos, haciendo que un encuentro se convirtiera en una devoción de la carne, mi carne. Mi carne cobraba un protagonismo que, hasta entonces, no había distinguido. Abrazaba mis muslos para recorrerlos con la lengua, desde las ingles hasta las rodillas, sorteaba la braga para languidecer bajo ella, haciendo que yo sintiera en cada centímetro de mi vulva. Tenía los dedos largos, la piel fina y la boca hambrienta. Los besos eran largos y eternos, abrazándome como si tuviera ocho brazos como un pulpo para que yo no pudiera escaparme.
Cada cierto tiempo venía a Madrid y repetíamos el trance de los lametones convirtiendo el sexo con la lengua en nuestra seña de identidad. El austríaco y yo nos vestíamos con nuestras babas.
Gustaba de atarme las manos al cabecero de la cama con un pañuelo y vendarme los ojos. Algo que me vuelve loca. Iniciaba su liturgia por la palma de las manos. Besos, lametones, restregones, seguía por los brazos, haciéndome cosquillas de las que no podía escapar por la postura. Mi cuerpo se movía al compás de sus incursiones, llegando a la tripa para hacer de ella el campo de batalla de placer que nunca más he vuelto a tener. El pubis. Mi pubis le encantaba. Siempre lo he llevado recortado y en triángulo, rasurados los labios para dejar paso a la lengua. Su lengua, su bendita lengua, esa que hacía que yo me licuara sobre las sábanas cuando metía la cabeza entre mis piernas. Las abría y empezaba con besos pequeños, muy pequeños, de esos que te hacen confiar de que todo va a ser tenue. Y, cuando ya estabas más o menos relajada, procedía. Los pellizcos con los labios en el clítoris me volvían loca. Eran pequeños mordiscos que hacían que se me reverberara la sangre. A veces intentaba cerrar las piernas por inercia, pero él lo impedía con los brazos. Se echaba encima para, con las manos, jugar con mi sexo. Recuerdo aquellas sesiones escuchando ópera, en aquellos años, en un casette de los de cintas, recuerdo estremecerme con “la Donna é Mobile” mientras la lengua del austríaco hacía virguerías. A mí me embriagaba la música y el placer que me producía su lengua repasándome. Otra vez, dale, otra vez, más, más, más….
Yo hacía lo propio con mi lengua y con mis manos. Tenía la polla grande y recia, “centroeuropea”, pensé, como si hubiera visto alguna vez otra de su país. Pero para mí, la polla del austríaco era lo mejor para mi boca. Yo se la chupaba con deleite, haciéndole partícipe de mi devoción. Dejándole muy claro lo mucho que me gustaba chupársela. Sacaba la lengua y se la repasaba completamente, me la metía entera en la boca provocándome una pequeña arcada a la que ignoraba para seguir con lo mío. Se la llenaba de saliva, escupiendo sobre ella, incluso para hacer que al metérmela en la boca sonara a lo que era: una comida de polla. Aquel sonido lo excitaba aún más y a mí me gustaba que se le pusiera tan dura. Me divertía coger el tronco con la mano, sacando la lengua y lamiendo como si fuera un polo de fresa. Una y otra vez, para volvérmela a meter entera, hasta tocar con los labios los huevos y subir hasta el capullo donde me regodeaba con los labios y la lengua. Sabía bien aquella polla austríaca, grande y recia.
El recuerdo del austríaco hacía que su ausencia se pudiera llevar; las cartas aparecían cada diez o doce días en mi buzón, las llamadas por teléfono, sucedían cada mes. Su acento centroeuropeo me volvía loca. Cuando se corría soltaba un exabrupto parecido a un rugido que me hacía creerme muy poderosa.
En realidad, cada uno seguía su vida. Yo me eché un novio mucho mayor que yo, que cuando me dejó, me destrozó el corazón y yo corrí a sanarme con un viaje a la India. Estando allí llegó la primera de las sorpresas. Varanasi, dos semanas, nada más entrar al hotel y entregar mi pasaporte se armó un alboroto en la casa. Decían que tenía un paquete en casa de un hermano y que corriera a por él. Lo había dejado un europeo que había ido preguntando por mí. El paquete era un mechero del siglo XIX con una nota: “Te quiero y te querré siempre aunque te escondas”.
El austríaco había llamado a mi casa y mi madre le había dicho que me había largado a la India a curarme de amores. Él, simplemente, cogió un avión y se fue detrás de mí. Sabía que iba de mochilera, que no tenía mucho dinero y supuso que no dejaría de ir a Varanasi. Sus más de 20 años viajando por todo el mundo en las mismas condiciones que yo, lo llevaron a los Ghats, donde se arremolinan las pensiones de mala muerte en las que duermes por 3 €. En todas dejó una nota: Busco a la Tana… Y la Tana apareció.
A partir de aquí todo se aceleró. El austríaco fue una de las primeras personas a las que vi cuando volví de aquel viaje y el único al que no dejé de ver con El Paso de los años. Hasta que fui yo a Austria a dar tres conferencias a la universidad en la que trabajaba y, entonces, sucedió. Mi primera vez en la ópera.
El palco era una habitación con dos salas, la de entrada y el palco en sí. La de la entrada estaba preparada con una mesa y unas perchas para poder dejar los abrigos y lo que llevaras en las manos. En e palco, dos sillas pegadas a la barandilla y un sillón en terciopelo rojo pegado a la pared. A nuestros pies comenzaba “El elixir de amor” de Gaetano Donizetti.
Yo estaba tan emocionada que no podía dejar de mirar cada movimiento en el escenario. Nunca había estado tan cerca de una representación que me apasionara tanto. El austríaco me acariciaba la espalda mientras yo me recostaba sobre la barandilla, haciéndome cosquillas. me besaba en el cuello, detrás de las orejas, me besaba en los brazos y en los codos, en las manos... En un momento en el que los actores principales se declaraban su amor, me cogió de la mano y me llevó al silloncito de terciopelo rojo, me subió sobre su respaldo, me abrió las piernas y me quitó las bragas. Yo lo miraba estupefacta, escuchando a los cantantes exhibir su potencia y calidad. Él se sabía el libreto, lo cantaba en silencio frente a mí mientras con los dedos acariciaba mi piel, mi pubis, mi vulva… Yo sonreía y lo dejaba. Se arrodilló frente a mí, me separó las rodillas y comenzó a comérmelo. Esta vez hizo algo grandioso, seguía el compás de la música con la lengua y los dedos, haciendo que la música pareciera la banda sonora de mi propia película, de vez en cuando se le escapaban algunas palabras del libreto que exhalaba con los ojos cerrados, haciendo de aquella comida de coño fuera mística. Lamía, metía los dedos, seguía lamiendo, repasaba mi sexo desde el culo hasta el clítoris con lso dedos para luego meterlos y moverlos dentro, haciendo que sintiera los golpetazos entre las piernas, la intensidad entre los muslos, el placer bien dentro. Yo estaba deseando que me penetrara pero él estaba empeñado en que disfrutara con su boca y sus manos. Lamía, metía los dedos, acariciaba, mordía…
Ahahahahahahahahahahahahaha
Me corrí poco después del aria de la cantante. Estaba el teatro aplaudiendo cuando yo exhalé mi quejido de goce, lo que mitigó que resonara. Él soltó una carcajada ronca y me besó. Apartó el mechón de cabello que caía sobre mi cara y me dijo, muy bajito, al oído que me querría toda la vida.
El austríaco y yo mantuvimos relaciones durante muchos más años. Nos enrollábamos en cualquier ocasión que pudiera darse. Ni siquiera su matrimonio impidió que siguiéramos siendo amantes, fue más bien mi relación con un señor desagradable y borde lo que nos separó. Vino una vez a Madrid, yo lo invité a casa y mi pareja de entonces lo torpedeó y maltrató del mismo modo y con la misma cobardía que me maltrató a mí durante años. El austríaco no pudo soportar que yo amara a un hombre tan desagradable y desapareció. Estuvimos años sin saber nada el uno del otro hasta que el señor desagradable me dejó. Entonces, pareció que su radar se activó y volvió a dar señales de vida.
¿Quién sabe? Lo mismo volvemos a ir juntos a la ópera.
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