
El Tesoro de la Isla - Al Trasluz con José de Segovia

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En libros como "La isla del tesoro" de Robert Louis Stevenson (1850-1894) está la aventura de la vida misma. Filósofos como Fernando Savater lo lee todos los años, fascinado por cómo "la figura intrigante de Jim Hawkins acumula inacabables ambivalencias". Es alguien que "circula de un bando a otro en un tráfago vertiginoso y equívoco, incapaz de aquietarse en un campo, fiel solamente a su condición de prófugo, de infiltrado′". Para Savater, "esta radical ambigüedad es el secreto o, si se prefiere, el tesoro de este cuento impar".
En este programa de radio, "Al Trasluz", escuchamos fragmentos del libro leído por Eugenio Barona y escenas de la versión doblada de la película que hizo Orson Welles en 1972 y Víctor Fleming en 1934. Oímos canciones inspiradas por esta historia del cantautor escocés Ian Cussick (Restless Heart) y el músico cristiano Curtis Chapman (Treasure Island). Los temas instrumentales que suenan de fondo a la narración de José de Segovia son de la banda sonora de la versión televisiva de 1990 por el grupo irlandés The Chieftains y la última adaptación de Disney en 2002 por James Newton-Howard. El diseño sonora y la realización técnica es de Daniel Panduro.
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La narración más pura que conozco, dice el filósofo Fernando Sabater, la que reúne con perfección más singular, lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro, con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera, siempre la aventura más perfecta, la absoluta, con esa sutil complejidad y elección moral, la historia más hermosa jamás contada, es La Isla del Tesoro.
Raro es el año, dice Sabater, que no la releo al menos una vez, y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de su magia inagotable, pero como toda buena narración, sólo quiere ser contada y vuelta a contar, no explicada o comentada. Así comienza La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson.
Habiéndome pedido el caballero Trelawney, el doctor Lipsay y los demás caballeros que escribiera, desde el principio hasta el fin, toda la historia de La Isla del Tesoro, sin omitir nada salvo la posición de la misma, y eso sólo porque todavía queda allí algún tesoro no descubierto, tomó la pluma en el año de gracia de mil setecientos y pico, y retrocedo al tiempo en que mi padre regentaba la posada almirante Benbow, y en que el viejo y atezado marinero, con la cicatriz causada por un sablazo, por primera vez se alojó bajo nuestro techo. Se pasaba el día en el acantilado con su catalejo de bronce, y al regreso preguntaba si habíamos visto por los alrededores a algún marinero, especialmente a un marinero con una sola pierna.
Ese personaje era ya para mí una alucinación. En las noches de tormenta, cuando el viento sacudía toda la casa y se escuchaba el rugido del mar sobre los arrecifes, ver como su figura me perseguía dando saltos y corriendo tras de mí, era la peor de las pesadillas. Durante muchos siglos los grandes relatos de aventuras tuvieron siempre algo en común, que es el mar. Los aventureros eran antes que nada gente capaz de arriesgarse a viajar, sobre olas, desafiando tempestades y monstruos marinos. En alta mar, todo lo gareño está muy lejos. No hay compañía, salvo los que navegan en el mismo barco que uno.
Es algo parecido a lo que ahora sucede en el espacio interplanetario, pero con la diferencia de que en los cohetes y satélites artificiales solo van por el momento astronautas bien entrenados, mientras que en los barcos de antaño viajaban personas corrientes, comerciantes, turistas, mujeres y niños, y la travesía por mar era peligrosa, pero también emocionante. Subir a un barco significaba romper con la rutina y el aburrimiento, conocer mundos extraños, llegar quizás a conseguir fama o riqueza, pero quien volvía del mar traía por lo menos algo nuevo que contar, maravilloso o terrible.
No había transcurrido mucho tiempo desde aquello cuando se produjo el primero de los misteriosos acontecimientos que por fin nos libraron del capitán, aunque no, como veréis, de sus asuntos. Era un invierno crudo y frío, con largas y fuertes heladas y tremendas galernas, y de buen principio se vio claramente que era poco probable que mi pobre padre viese la primavera.
Cada día, si un día más, y mi madre y yo teníamos que pechar con todo el trabajo de la posada, por lo que estábamos más que ocupados y a duras penas prestábamos atención a nuestro desagradable huésped. El tesoro de este cuento es el mundo ambiguo y plurivalente de la adolescencia, ese momento previo a la invención de la necesidad, cuando uno emprende la aventura misma de la vida.
Hay que notar que el relato comienza con la muerte del padre del protagonista, Jim, y se cierra también con la desaparición de esa figura paterna que va a ser Silver para el muchacho durante toda la novela. En cierto sentido, la narración es una meditación sobre la orfandad, la aceptación de la soledad que señala la entrada del adolescente en esa edad adulta. Los padres de Stevenson eran una familia que tenía una educación y una práctica de la iglesia presbiteriana. Los walfurs, por parte de madre, eran pastores, protagonistas
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