Un crimen que retumba en el alma de todo un pueblo

Fue hace 49 años y aún retumban en el alma con la misma fuerza, se clavan en el corazón y la patria no logra superar el dolor de tanta vida trunca, de tanta juventud maltrecha, de tanto horror en un solo crimen. La voladura en pleno vuelo del avión cubano en Barbados y el asesinato de 73 inocentes el 6 de octubre de 1976 causó gran conmoción en el pueblo cubano. Cuentan los que vivieron esa etapa que no podrán olvidar nunca el llanto de los familiares, la desesperación de las madres, el dolor de todo un pueblo que sin importar raza, credo o sexo lloró de rabia ante el abominable crimen.

Las imágenes de aquel 15 de octubre hablan por sí mismas. Una plaza de la revolución que quedó pequeña para la multitud que acompañó al acto de despedida del duelo de las víctimas del sabotaje más efectivo realizado contra Castro, como declarara cínicamente al Miami Herald uno de sus autores, Luis Posada Carriles, el 10 de noviembre de 1991. Desde la tribuna, la figura de Fidel, gallarda, con el ceño fruncido, con el rictus del dolor en el rostro, sombría e imponente, comenzó su crucial discurso.

Podríamos preguntarnos qué se pretende con estos crímenes. Destruir la revolución es imposible. La revolución emerge más vigorosa frente a cada golpe y cada agresión se profundiza y se hace más consciente, se hace más fuerte.

Poco a poco, Fidel expuso los argumentos y pruebas que permitieron llegar a la conclusión de que, tras el horrendo crimen, estaba a la mano de la Agencia Central de Inteligencia, CIA, de Estados Unidos. País que financió y organizó por esa época con notados asesinos y terroristas que atentaron contra instalaciones, inmuebles y personalidades cubanas en el exterior y prepararon un sinfín de atentados contra el jefe de la revolución.

Ese día la plaza vibró quizás como nunca antes, y entre la multitud que clamaba junto a su líder, justicia, estaban presentes los deportistas caídos en el brutal asesinato.

Sacrificados en la flor de su vida y de sus facultades, serán campeones eternos en nuestros corazones. Sus medallas de oro no yacen en el fondo del océano, se levantaron como símbolos de una generación que no cedió, que no se rindió, que demostró que un mundo diferente era posible. No alcanzaron el honor de la Olimpiada, pero ascendieron para siempre al hermoso Olimpo de los mártires de la patria. Estaban también los tripulantes, los trabajadores del aire y los hermanos guyaneses y coreanos inmolados en la criminal acción.

Todos, aseveró Fidel, vivirían eternamente en el recuerdo, en el cariño y la admiración de este pueblo. Fue ese momento, como después lo serían tantos, de reafirmación revolucionaria.

Los sentimientos, encontrados, no impidieron el homenaje. Aplausos al líder, apoyo a sus palabras, dolor y rabia, llanto, los rostros ajados y las lágrimas rodando por las manos.