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La Hora Otaku 9x08 - Espectáculo primaveral

La Hora Otaku 9x08 - Espectáculo primaveral

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Descripción de La Hora Otaku 9x08 - Espectáculo primaveral

japón friki manga anime otaku


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Comentarios

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eter

Supongo que llego un poco tarde para comentar... pero tengo que preguntar cual es esa serie "traumática" que empequeñece a Major, me habéis dejado con la duda porque la primera Major ya es una locura exageradísima en este sentido.

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Reserva de Caca

cojones a meterse con los murcianos en Murcia no hay.

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Dante Isaac AZ

ACHOS YO SOY MURCIANO DE CORAZON. HE AQUI, UN POEMA A NUESTRA QUERIDA MURCIA, VIVA EL LIMON MURCIANO Poema a Murcia A LOS GANADOS Y LAS MIESES III Un verde matinal lustra los campos, Donde el otoño, en languidez dichosa, Con dorado de soles que se atardan Va dilatando madureces blondas. A través de la pampa, un río, turbio De fertilidad, rueda silenciosa Su agua que tiene por modesta fuente La urna de tierra de la tribu autóctona. Negrea un monte en la extensión, macizo Como un casco de buque cuya proa Entra en el agua azul del horizonte, Avanzando á lo inmenso de la zona, La civilízaciún del árbol, junta En la fresca bandera de su sombra. Tiende el cerco su párrafo de alambre Sobre el verdor de las praderas solas, Que en divergentes líneas de dibujo Allá á lo lejos insinúan lomas. Y mientras desde la invisible estancia Algún gallo los campos alboroza, Aventando su ráfaga de hierro El recio tren las extensiones corta. Entonces, en el fondo del paisaje Retozado por yeguas que se azoran, Y que desordenando su carrera, Con fiero empaque las cabezas tornan, Como si el viento paralelo fuese Rienda suelta en sus bocas— Con su franco testuz un toro inmóvil, La mañana magnífica enarbola. Una sangre excelente engarza su ojo Con bravío coral. Fuego de aurora Parece que se atarda empurpurando En su tostada piel. Su poderosa Fábrica, funda en los enjutos remos Una gravedad brusca y categórica. Y los vastos cuadriles y los flancos Que así parece ponderar la norma Del muro racional, y el rudo pecho Que en la crasa marmella se desborda, Acumulando en la cerviz su fuerza Como en un tronco de coraje, aploman El macizo trapecio de la testa Donde es padrón de raza el asta corta. Embellecido de pradera, absorbe Con anchuroso aliento las aromas Del trébol y el hinojo, palpitante En su nariz la estabular argolla. En la húmeda penca de su morro Irisa el sol una hebra perezosa, Y la luz en el ágata del cuerno, Fija un bélico lustre de arma corva. Soplos de brisa matinal le barren Con tibia suavidad la crespa cola; Y con mirada extensa en que el encanto De la campiña pálida reposa, Abarca el fiero macho su dominio, Enviando á la dehesa retozona, El mugido remoto y entrañable Que su viril profundidad prolonga. Piérdese el tren por los desiertos campos, Al paso que en vedijas perezosas Se deshacen sus blancas balas de humo Por las cañadas húmedas de sombra. En vasta dispersión pace el rebaño Que entre el profuso pastizal engorda, Asegurando al semental pujante Su plantel de lucientes vaquillonas. Allá el torito que con duro gesto Su amenazante decisión entona, Clavado como un trompo cava tierra; Y el nudoso ternero se alborota, Mientras con un desgano de bostezo Le brama la lechera cavernosa. Allá el buey de las sólidas tareas, Su enorme y dulce sencillez conforma A la razón de su deber, que acata Un dominio ingenioso en la persona. Allá la vaca fértil como el campo, Su substancia elabora En el músculo, en la ubre y en la pella, Con una grave plenitud geórgica. Si anda, parece que en su marcha pende El talego del rico; si reposa, Su aspecto familiar de cofre tosco Es la seguridad del pobre. La honda, Paz de los campos en su sér vegeta; Dice su inmediación la casa próspera; Y cuando en formidable ansia de asalto Siembra el amor su entraña calurosa, Con resistente conmoción de yunque Cimenta la riqueza creadora. Rugosos como frutos los carneros Que la suarda barniza en crasas motas, O como carros de heno acolchonados, Las cabezas unánimes agobian. Unos chorrean la pendiente lana En rapacejos rústicos de colcha. El vellón de esos de testuz cerrado Como un terrón, en las tajadas fofas En que lo parten para verlo, enseña Cual tajado melón ternuras rosas. Sobre sus tiernas patas de alfeñique Jadean las borregas dormilonas. El morueco salaz que las encela, Les vibra al flanco su matraca ronca. Perseverantes razas tipifican Las caras negras y las blancas colas; Y las cándidas nubes del contorno Con su aglomeración deslumbradora, Que delinea en mundo de rebaños La haz de la profunda Patagonia, Allá en lo azul parece que congelan Un cargamento de afanadas flotas. Con un oro moreno de pan rústico Tuéstase al sol la parva previsora, A la vera del pálido rastrojo Donde la luz, por paralelas zonas, En los canutos que tajó la siega Finge un sesgo temblor de agua remota. Yace esperando la agitada trilla, Junto al galpón la máquina ingeniosa, En cuyo horno apagado suele á veces Poner un huevo la andariega polla. Más distante verdea la cebada Donde el viento hace ya pálidas olas. Y mediando un tablón de alegre alfalfa, En que al son de seis tarros la colona, Con su nidada de útiles gringuitos Disputa un duraznero á la langosta— La nueva tierra arada que ese año, En un esfuerzo más el lote colma, Parece hinchar con su preñez morena, Aquel seno de madre valerosa. Alcemos cantos en loor del trigo Que la pampeana inmensidad desborda, En mar feliz donde se cansa el viento Sin haber visto límite á sus ondas. Simbolizando las alianzas nobles En las doradas tribus que escalona, Sobre el color indiano de las eras Florece un juvenil rubio de Europa. Fuerte aldeano que tiene una hija blanca Y un hijo blanco como en las historias, Dice del almidón y de la harina En que el hogar cimenta sus concordias. Como una rubia desnudez de niño Rueda la masa echando un tibio aroma Que á aquella simple industria dá el encanto De una maternidad blanda y recóndita. En la fiel solidez del pan seguro, La vida es bella y la amistad sonora. Suave corre la vida en las cordiales Tierras del pan, como una lenta sombra. Eso siente el colono cuando mira La riqueza espigada que amontona Con su juego de zarzos y de hoces Lenta y monumental la segadora. Ayer, en el diario, le han leído Las cantidades que el país exporta. Con nueve toneladas en un año, Va á hacer cuarenta que iniciaron la obra. Más de cuatro millones en un día, Buenos Aires tan solo embarca ahora. Pretenden con razón los viajeros Que el polvoroso tren los apoltrona, Diciendo mucha plata-mucha plata El compás de su tráfago en la trocha. Sí no fuera el arriendo tan pesado... Pero ya más de treinta pesos cobran Por la hectárea en barbecho, si está cerca De la estación; y el flete de las tropas Se va poniendo cada vez más caro; Y ya la peonada regalona, Habla de socialismo y hasta pide La jornada de ocho horas... Allá en la luz del horizonte inmenso, Como una parva de gavillas blondas, Un nubarrón magnifico progresa Evocando doradas Babilonias. Y el tesoro del agua que anticipa, Parece propiciar en dulce gloria, La justicia del ciclo embellecido A las futuras patrias de concordia. Pasa por el camino el ruso Elias Con su gabán eslavo y con sus botas, En la yegua cebruna que ha vendido Al cartero rural de la colonia. Manso vecino que fielmente guarda Su sábado y sus raras ceremonias, Con sencillez sumisa que respetan Porque es trabajador y á nadie estorba. La fecundidad sana de su esfuerzo Se ennoblece en la tierra bondadosa, Que asegura á los pobres proseguidos La retribución justa de sus obras. Más allá viene el sirio buhonero, Balanceando á la espalda su bicoca, Al canto gutural de la sabida «Cosa linda barata» que pregona. Y cuando los dos hombres se saludan Al cruzarse, conforme á la amistosa Ley social del camino, en aquel acto La dulce patria nueva galardona, La clientela de razas ridimidas Con la serena tarde que desposa, Su grave amor de rústicos maridos, Como una grande y rubia labradora. La máquina bufada de sonoros Calores de motor, vomita ansiosa En infernal sofocación de glumas El seco chorro de cereal. Agota Con labio ardido el hombre que allá arriba Los acopiados haces desmorona, La hez de la cantante damajuana; Y se ve en su garganta presurosa, Bajo el rayo de sol que la degüella Pasar les tragos con delicia sorda. Más lejos, á la sombra de la parva, El comisario próximo enamora A la hija del gringo, y sin que advierta, Por la manga le emboca De punta, una barbada espiga verde, Que en progresión tenaz trepa más pronta A cada sacudón, como un insecto, Hasta la axila rubia y cosquillosa; Con lo cual pesca el listo algún encanto Del corpiño alocado por la broma. Ella también labró la dura tierra, Cuando, recién venidos, era toda La familia un ganado de labranza Y aun no existía pueblo ni colonia. Vestida de varón por más soltura, Penaba en el rastrojo largas horas, Envidiando en su infancia endurecida El blanco torbellino de gaviotas, Que sobre el surco se arremolinaban Cual si estuviesen jabonando ropa. Hasta de noche araban, cuando había Luna llena, una tierra dolorosa Como el cinc bajo el vidrio de la escarcha; Y era su desayuno cuatro sopas De galleta, nadando en yerba hervida, Que ahorraban con acerba parsimonia. Hasta debíeron sulfatar el grano Que presentaba pintas sospechosas. Pero un precoz Octubre en que la luna Hizo con agua, dilató en las hondas Noches de primavera un tibio cielo Arbolado de nubes borrascosas. Las albas se aclararon de rocío, Y en nubecillas de sedeña borra, Crespas y cándidas como angelitos, Flotó el celeste de sus dulces horas. Con frescura de flor olió el buen dia, Y vinieron también las siestas mórbidas, De aquellas que maduran en tormenta Su lóbrego calor donde borbolla Como sonoro caño de agua el trueno, Y el nubarrón despierta la olorosa Sed de la tierra con las gruesas uvas De su racimo azul deshecho en gotas. Y entonces fué una gloria ver la tierra Renacida en las eras laboriosas, Y caminar los embarrados bueyes, Y dilatarse la llanura sola Al rumor de los élitros del trigo; Y llegar canturreando una milonga Al bravo comisario en su birlocho; Y así fué cómo una cosecha pródiga, Aseguró el pasar de la familia Que ya en fortuna sus desvelos goza. Y han iniciado un tosco jardinillo Donde en los tarros que el orín desfonda, Crece un poco de menta y una mata De alelí, coronados por la pompa De un clavel que en arábigas pimientas Encandece su sangre tumultuosa. Y á la puerta del rancho, Dos paraísos de gemela copa, Como un doble manchón de regadera, Atigradas de sol echan sus sombras. Algún claro domingo van al pueblo Con los chiquillos en volanta propia. El padre en su chaleco desprendido, La cadena de plata ostenta airosa. Su mujer lleva un rebocillo verde, Y va en sus seis enaguas muy sonora. La niña, que ya tiene costurera, Luce un vestido con volado "en forma", De granadina negra, cinto de hule, Zapatos blancos y peinado de onda. Al estribo saluda el comisario Muy orondo, atusándose la mosca, Con su golilla negra y su chambergo Agachado en visera presuntuosa. El colono torcido en el pescante, Ayuda á la consorte sofocona, Que reprende á un hirsuto rubiecillo Y contiene á otros dos con mano pronta. —¿Cómo va, amigo Pietri? —Eh, don Ramírez Cosí cosí... —Y usté mi doña Rosa? ¿Y usté Beppina? La muchacha que á esto Va bajando, responde un tanto corta: —Yo, bien no más ... —Proprio come la mama, Completa el viejo, y ella, coquetona, Ríe al saltar, pues sabe que el taimado Por mirarle las piernas se desoja. Y juntos marchan con mezclado paso Por la escabrosa acera de la fonda "Con alloggio", que dice en su letrero Albergo del Bon Vin. La calle próxima Está llena de chatas y de carros; y adentro, en rudos cantos se alborota, El litro festival con que remata La semana labriega su maniobras. Ciao, ciao, ciao Morettina bella, ciao... Los más pudientes van á la cantina De la estación, que hace también de Bolsa, Donde jugando el cocktail á los dados, Los viajantes del Rosario compran. Mientras caminan hacia allá, jadeantes Bajo la resolana vibratoria Que con vivido ardor plancha la calle, El listo funcionario cuenta cosas. —Gandini, el boticario, en Rafaela Se casó con aquella negra gorda Que tuvo de mucama. ¡Pucha el hombre!... Mas, hé aquí que el viejo se le afronta Parado bruscamente en la vereda: —Qué querés don Ramirez... La crigolla É molto confortevole... Y su gracia Se ultima en una risa carrasposa. La resolana exalta en los ladrillos Un flotante matiz de zanahoria. Detrás de la muralla que orillean Percíbese, al pasar, choques de bochas. Alzanse allá en el pálido horizonte Humaredas de bálago. Una sorda Trepidación, anuncia el tren distante Para el cual el semáforo se dobla. Y aunque el joven criollo no replica, Su amorosa inquietud canta la gloria Del rodete dorado que asolea Como una mies aquella carne blonda, Que en la gracia rural de la Beppina Como un albaricoque se sonrosa. Cantemos al maíz cuyo tesoro Es lingote cabal en la mazorca, Y en cristalización de sol madura, O pálidos topacios monta en joya; Y pinta un oro púber en la mecha Que del muslo del choclo se desfloca, Bajo el crujiente ajuste á cuyo amparo Su blanca y dura desnudez conforma. En el lustre solar de cada grano Una pupila lúcida se dora, Cual si aun diera la luz copulativa Que la sazón condensa y aprisiona En las siestas candentes que así fraguan Para el buen labrador la gruesa piocha. Sobre la estrella de rajada chala Como un brillante candelero brota, Cuando al asegurar el rinde neto La operación de la desgranadora, Sus áridos raudales de moneda Cual gruesa liebre tragará la bolsa. Como la negra fiel de las familias, Obesa y atareada ríe la olla Bajo el sabroso mecedor de higuera Los dientes blancos de la mazamorra. O incuba en el pañal de tierna chala La umita de la recias comilonas, O pone al locro cálido y macizo Líquido aro de grasa y de cebolla. En las cañadas de mi sierra verde, Sube tanto el maizal cuando se logra, Que con caballo y todo nos perdíamos En las chacras sonoras, Buscando las espigas que manchaba Una coloraciòn morada ó roja, Que es antojo, decíannos las viejas, De cuando está preñada la mazorca. Llámanlas misas y el que listo puede Pasarlas al descuido á una persona, Tiene el derecho de misarle entonces Un mandado, un secreto, ó una cosa; Desde su fiel rebenque á los arrieros, Hasta su beso esquivo á las morochas, Que se duplica luego, argumentando Porque fué en la mejilla y no en la boca, Tras de la casa donde tales deudas Con urgente estrechez el labio cobra. O en las siestas de invierno, calentando Por callana algún tiesto que acolchona El rescoldo, al compás de tres varillas Que mueven la ceniza abrasadora, Se tuesta el grano blanco, florecído En un puñado de pequeñas rosas, Cuya harina es vitualla de camino O á la alegre fritada se incorpora. Mientras el loro mustio allá en su palo Trabaja una palabra remolona, Recordando el rastrojo floreciente, De propicio color, donde ellos roban, Socarrones y corvos como viejos, Poniendo guardia en una rama sola. Bajo el viento tenaz que peina al rape El pajoso faldeo de la loma, Las escuálidas manos de la paja Llaman indefinidamente. Flota En el alero un tímido susurro Que balbucea trémulas congojas; Y el dia, como un pobre con su leña, Con su sol poco la jornada acorta. Con el maiz no bien maduro, y seco Al horno, se prepara la chuchoca, Que asi conserva la feliz dulzura Del grano tierno en la estación impropia. El más craso compone los tamales; Del más azucarado hacen los collas La chicha borbollada de acideces; Y con la capia densa y polvorosa, Tercian el amasijo en la batea Para mejor enternecer la torta. En la chala peinada lía el viejo Su tabaco, en que humea el lento aroma De algún grano de anís que endulza el humo; Y así, desde el umbral donde reposa, Le es grato ver el logro de la siembra Que, junto con su barba, sobredora, Como al amor de un intimo solcito La exhalación de placidez narcótica. En una obscuridad azul se ahuman Las arboledas con la noche próxima. Ladra un perro lejano. La vislumbre Da á la blanca pared una remota Claridad paralítica de estanque. Frescuras de agua cobra El lóbrego yuyal donde el mosquito Con mayor escozor saca la roncha. Con maciza paciencia los caballos Bajan á la represa en mustia tropa. Huele el toro á su vaca lentamente... Y el dulce buey que marcha hacia la sombra, En la paz cabizbaja de su fuerza Concilia la armonía de las cosas. Al fondo de la casa, bajo el árbol Perteneciente, en que de pié se apoya Alguna rueda impar en cuya taza Suda un trozo de sebo mugres gordas. Junto al mortero de estatura recia, Como un tosco peon, y en cuya boca La tipa de aventar finge invertida Un sombrero rural, trampa celosa Tienta á los pajaritos del contorno Con la mancha de afrecho que la alfombra. El cardenal cadete es muy arisco; El tordo audaz sospecha de la soga; El chingolo entra, pero tiene el hábito De escarbar, con que así todo lo embrolla. Cuando ha nevado, la mamá permite Que los chicos se vayan por las lomas, A buscar pajaritos envarados Que traen á la casa y que confortan En la despensa, hasta que el sol renace Y los sueltan, poniéndoles por broma, Un poncho de papel donde se escribe Con buen palote alguna carta á Europa, Para que de allá manden una ñaña Que llegará en la primavera próxima. Así el maizal con su riqueza joven La vida entera de la estancia colma. Una fiesta rural cada episodio De la cosecha y de la siembra adorna. Y no hay poesía familiar como esa Que, sin saberlo, la temprana moza Compone con sus ávidas gallinas Cuando á comer, alegre las convoca. Al remoto piú-piú de la llamada, Desde el yuyal limítrofe se arrojan En rasante cestada de alboroto Que remueve á sus pies una bambolla De abigarrada trapería, donde Cae como un pañuelo la paloma. Sobre el patio entablado por la dura Limpieza matinal, el sol que asoma Cruza una lista de oro mortecino En cuya luz se aclaran como gotas, Los granos del puñado que provee La embuchada pollera una vez y otra. Un mechón todavía soñoliento Sobre la clara sien se desenrosca; Y aunque aquella muchacha no es bonita, En el coco ordinario que la arropa, Un vientecillo audaz talla de pronto Con brusca tirantez líneas graciosas. Tras una pinta azul de la pollera, Un pollíto pipiolo se equivoca. Otro grita pisado por el pavo Que rueda lentamente su carroza. Y mientras atarea el pato grueso Su cuchara lavada entre las sobras, Y hacen sonar como contando plata Sobre el grano las anchas ponedoras Sus picos de maíz precisamente; El corsario del gallo se ocasiona, Para apretar á la remisa clueca Que en un nido falaz pasa las horas. Oyese, en tanto, en el galpón tranquilo, Retumbar las gamellas donde roznan Los lustrosos novillos de la ceba Que aumentará la exportación cuantiosa. Junto al tilbury el potro ha relinchado Percibiendo el morral donde le apronta Su ración de trabajo el mayordomo Que viéndolo comer su mate toma. Aunque es ese buen mozo inglés cerrado, Asaz gallardamente se acriolla, Y dícen que festeja á la entenada Del patrón, con reserva ruborosa. Lo cierto es que en su media lengua trajo Artes y ciencias que el paisano ignora. El transformó los bárbaros corrales, Las torpes hierrras, las feroces domas, Y aseguró en las chacras ínvernizas Que al pronto parecieron anacrónicas, Forrage fresco á los costosos padres Que entienden sus maneras y su idioma. Y el tronco muscular del eucalipto En que su duro y blanco brazo apoya, Se amorata de fuerza parecida Al levantarse desgreñado de hojas, «Marido de la Pampa» como dijo Sarmiento, con palabra creadora. Sobre el perfil marltimo del médano Que la expansión agricola tranforma, Alada por las ruedas de los pozos En que es el viento acémila industriosa, La civilización del agua surge Con un rumor de cristalina loa. Allá lejos, la siembra bien cuadrada, Como un estanque verdeguea hermosa; El plateado rocío que la suda, Un esfuerzo vital en ella evoca. Sus eras satisfechas de abundancia En el sonoro hectólitro desbordan, Y la brisa estival en sus verdores, Promesas de agua dulce rememora. Humedades profundas de la chacra Que apiñan abundancia en la macolla, Y á la noche florecen de luciérnagas, Y en sombrío frescor asean la hoja, Y dan porfiado vicio al yuyo loco Con que en profundidad fértil y sorda, Como lengua de buey la azada mezcla Sus bocados de gleba cuando aporcan. El esparcido zapallar del cerco En su aspereza germinal malogra, Al empeñoso arrastre de las guías El asalto de ortigas y achicorias. Con una lenta y clara luz de yema Las grandes flores desde abajo asoman, Y el rústico plantío así adornado Tiéndese al sol cual campesina colcha, Que el paso del labriego desordena Con extensas roturas de agua honda. Vése, un poco inclinada hacia adelante, La silueta del hombre que acomoda Con las manos atrás, en la pretina, Pausadamente su cuchilla roma. Ya las vacas ajenas cuyo daño Interrumpiera su merienda sobria, Lentamente repasan el portillo Con pata desganada y cautelosa. Localiza el impávido silencio Un zumbido concéntrico de mosca. En la asoleada soledad vacila El papelito de una mariposa. Una muñeca que ya está granando. Bajo la uña pulgar estriada y tosca, Descubre como un nene en los pañales Su sonrisa de leche entre las hojas. Allá, á la vera del maizal, lanzado En finas alabardas lo que enflora, Se vé en el algarrobo que cobija A hombres y bueyes cuando el suelo aprontan, El nido de industriosos carpinteros Que cala el palo con su negra boca. Anoche debió andar la comadreja, Porque mucho gritaban á deshora. Cerca del hombre, abajo, en una tenue Crepitación de briznas que se rozan, Desliza su vibrátil garabato La lagartija en breve escapatoria. O es quizá el conejillo de las ramas Que acumula en ovillo de zozobra Su timidez de chico campesino, Y exterioriza en su desliz de bola, La obscura redondez del agujero De tierra erial, donde ínfimo se aloja. En tanto, bajo el haz de los canutos Cuya delgadez frágil y sonora Se aflauta con translúcida terneza, Junto á la calabaza que coloran Jaspes y lepras de reptil sombrio, Pasa el sapo hortelano su modorra, Entornados los ojos y latida De lentos pulsos su garganta rosa. Alabemos al lino que florece Y cuyas flores son como pastoras De sencillo celeste endomingadas Al borde de las sendas polvorosas. En colores de lago reunidas Acá y allá, díjérase que imploran Por el campo feraz que mira al cielo Con el pálido azul de sus corolas. Fortalece en los tallos la hebra fina Que á falta de batán se va de sobra, Batida por la llanta en los caminos Al retozo del viento, en negras borlas. Y al azar de los fieles elementos Concentra el grano en plenitud oleosa, El aceite cuyo oro es luz dormida Que en pinceles y lámparas remonta. y al tórrido maní cuyo estuchito Como una oruga en el mantillo engorda, Y en raudal de oro lento se desata Bajo las planchas de la prensa sólida. O es menudo comercio en las esquinas Donde los mercachifles lo pregonan, Al oloroso calorcil1o de una Pequeña y popular locomotora. Y al pálido alabastro que congela En el puchero la trivial mandioca, Con cuyo denso gluten panifican El chipá guaraní ó ligan la albóndiga; O pudren en fermento ponzoñoso Para sacar el almidón que esponja En la tibia fluxión de la batea Los cándidos aseos de la ropa. Y al coposo algodón que esfuma nieves De sutil muselina, y cuya mota Deja un calor de nido en la ahuecada Mano que sus blandicias corrobora. En los cerros del Norte las mujeres, Recogen para hacer ligeras colchas De cinco libras, el capullo enorme De los palos borrachos cuya floja Corteza de alcornoque, redondeada Por contornos de pipa que tachonan Como roblones las espinas gruesas, Dá propicia oquedad para canas. No hay algodón más cálido y brillante Para el tejido, pero su hebra es corta, Y resiste al morado de la grana, Si bien las añilinas lo coloran. Celebremos la caña del ingenio, Con su dorada madurez que empolva Una escarcha de plata, cuando llega Para el recio trapiche la maniobra. En muelle cabellera de cascada, El bagazo por fuera se amontona. Mientras digiere el ardoroso tacho En densidad de fuego la melcocha Cuyos oros de flavo caramelo Cristalizado ya en blancuras mórbidas, Encumbrando magnífica montaña De tibio azúcar, el galpón acopia. En la entraña de cobre el lento rayo Que filtra vertical la claraboya, Desasosiega el brillo de una airada Pupila de faisán. La negra boca De algún estanque, con febril vahído Exhala el tufo de fogoso aroma Con que á su alto alcohol el alambique Refina en palidez vertiginosa. En el tráfago de la maquinaria, Suda el fierro. Ataréase afanosa La veloz flotación de las correas. El excéntrico alterna con sus bolas. Y en el hondo calor, de rato en rato, Como un consuelo de frescura tónica, Un trago de guarapo clarifica La sed, con sus primicias alcohólicas. Conmemoremos la feraz delicia De la viña solar en cuyas hojas Retardan los ponientes del otoño Sombrias quemaduras de oro rosa. En el párpado lóbrego de la uva, El punto de luz pálida que flota, Prefigura la lágrima de almibar Que ya maduros los racimos lloran. Dá á la cuba su jugo licoroso El noble moscatel de La Rioja, Que en su fuego interior de piedra fina La generosidad del sol prolonga. Con su vivida sangre alegra al pueblo El ligero morado de Mendoza, Cuyas bodegas prósperas amueblan De roble colosal las cuarterolas. Saludemos al plácido borracho Que entre el rumor de la vendimia pródiga, Junto á su perro fiel, harto de orujo, Sonoros sueños á la siesta ronca, Porque cayó rendido ante las cepas Con el tomo y obligo de las mozas. Las ahumadas mosquitas del vinagre Ponen en su nariz muecas de broma; Y su mano instintiva que divaga Con golpes de pantalla perezosa, Parece dirigirse todavía Hacia la vid materna que le apronta, En la ubre dorada del racimo Regalos de nodriza cariñosa. Ebrio como él, algún zorzal flautista En la limítrofe arboleda trova; Y el hondo corazón de la alameda Se ha puesto á susurrar la tarde próxima. Con tal que alguna manga de granizo No venga á trastornar aquella gloria, Con su torvo espesor de viña mala Y su honda rotación de pipa sorda... Ni el cañon de la piedra hay ocasiones Que contener las tempestades logra. Y digamos del frijol substancioso Que hincha sus granos de ordinaria loza Como burritos blancos, ó los pinta Como gatitos, que ávida atesora La apuesta de los juegos invernales Con que los chicos su fastidio acortan. Y del sabor doméstico del guiso Que en la formal cazuela los estofa, Y del colmo legal de la fanega Que clasifica su cosecha próvida. Y de la avena suavemente rubia Que cual doncella lánguida se dobla. Y del frugal centeno que salpican De sangre juvenil las amapolas. Y del sorgo melifluo cuya paja Susurra los quehaceres de la escoba. Elegante enemigo del canoso Algodón, que los surcos le abandona. Y del arroz palúdico que rinde Tesoro fiel de millonario aljófar, Dando en el nácar de sus dientecillos, Suave hartura á las tierras amistosas. Como acuarela pastoril su siembra Con endeblez pluvial el campo adorna, Cifrada por la letra pensativa De la escuálida garza que le asocia, Una suave poesía japonesa En muaré de laguna melancólica. Luce el primor sencillo de su paja En el mimo gentil de las capotas; Y en virginal candor de velutina Crepusculiza la floral aurora Del rostro de la linda adolescente Que á su cuadro poético se asoma, Como alumbra en las fútiles pantallas, Tras de agudo arrozal la luna rosa. Congratulemos á la dulce ciencia Del pacifico agrónomo que explora En el paciente surco los secretos De la plantas amigas, con sus toscas Manos, en que la noble geometría Habituó rectitudes bondadosas. Su seriedad tranquila de ingeniero Sabe las amistades promisorias Que aunan con las plácidas legumbres La tribu de gramíneas sediciosas. Y el solidario griego que ya Plinio Preconizaba en su agradable Historia; Y el amable latin con que Linneo Refloreció á Catón y á las Geórgicas. Y el régimen del riego que hondamente Tranquiliza la tierra trabajosa Con su manto feraz, y el calendario De las lluvias felices que la aprontan. Y el cálculo del agua subterránea En las alegres minas de la noria; Y las tareas del sensible ingerto; Y el sarmiento viril con que amugrona; Y los recomendables carbonatos, Y los sulfuros de salubre droga, Que estirpan á la hormiga y al gorgojo Y la agria madre del barril mejoran. Y el silo previsor donde se aceda En evolución sabia y calurosa, El forraje estival, oliendo á sidra. Y el bien futuro de la aldea ignota Donde se casa al fin, y lleno de hijos, Se pacifica en dejadez bucólica. Oh maternal Botánica que ilustras Con la miel erudita de tu idioma, La virtud de las flores y las hierbas Que las barbas científicas aroman, O con suave interés familiarizan La paz de las doncellas estudiosas. Oh tierra segurísima que ofreces Como una teta enorme à nuestras bocas El duro bien de la existencia, y cuando Viene la muerte fiel como la sombra, Que tan sólo al ponérsele á la espalda La tarde breve, el caminante nota— El mismo seno á nuestra sien provee La continua almohada sin zozobras, Donde á la Gran Serenidad nos lleva, El fin de la jornada valerosa. Cantemos las primicias de la lana En la cordura honesta de la ropa; Y en ese bienestar equitativo Que al vecindario dan las casas propias; Y en esa gravedad que economiza Los pasos de las madres numerosas, Como honesta balanza bien cargada; Y en ese encanto de invernales horas, Que la velada hasta las diez hilaba Con paciente virtud, contando historias. Aldabeaba el chubasco en los postigos, Llorando los lamentos de la honda Noche exterior deshecha en aguacero Sobre la pampa bostezada en sombra. Adentro, junto á la pared, se oia En un cacharro el canto de una gota; Pero las altas vigas afirmaban Con una recta solidez de eslora, Aquel amparo de la paz interna Cuya seguridad satisfactoria, Parece que la vela concentrara En su yema de luz quieta y metódica. Y la madre pensaba en las ovejas Recien paridas, que caminan solas En incesante marcha por los campos Cuando las lluvias frías las acosan, Al azar de la ráfaga empapada, Con doliente humildad una tras otras, Las pobres con sus hondos lagrimales De vieja rubia, son tan lastimosas... —Tendremos mortandad en los corderos Decía su palabra previsora. Y á poco rato, el padre, confirmando La resignación grave de sus horas, Ampliaba el parecer de la consorte Con palabras escasas y juiciosas. —Allá por el 63, en tiempo De Mitre... Y los recuerdos de su crónica, En la barba entrecana resumían La evidencia inherente de las cosas. —Al fin no se han de derretir (bromeaba Por animar) como esas de las monjas. Las crespas ovejitas de confite Que eran industria conventual de Córdoba. Mas en ese momento, por la puerta Que para entrar, cargada con la loza, Ladeaba la sirvienta—¡Santa Bárbara!— Se oía en conmoción deslumbradora La pedrada de un trueno que allá arriba Rompía con fractura luminosa, En el alto balcón de la tormenta Un lívido cristal de claraboya. Y á la densa premura del chubasco Que arreciaba, la voz de la patrona Decía: —Va á llover toda la noche, Cierren bien el galpón, María Antonia. En tanto el huso familiar labraba Cual crisálida que intima se apronta, La prez de los domésticos vellones —Nieve en que el sol de estio se prorroga.— Y decía el telar de los hogares Que una genuina estética valora, Como cítara extensa en que son música Los colores campestres de la colcha. Y las bellezas del rebano antiguo Que el perro conducía por las lomas, Con una sensatez de esfuerzo útil Y una seguridad de ser persona; Pues sabía contar, y separaba Si había mezcla, una majada de otra, Hasta hacer el total exactamente De la que obedecía á su custodia. Así el antiguo campo se bastaba En aquel tiempo de abundancia ociosa, Cuando eran menos caras las ovejas, Cuando la cabra productiva y sobria, Se empinaba á roer la espina verde En el risco difícil que corona. En tanto, los cabritos, en la casa, Del horno familiar hacían roca, Para ensayar la atávica pirueta O esbozar bruscamente luchas cómicas. Lindos como niñitos pululaban Con agilidad suave y cosquillosa, Acentuando su mímico rabillo La petulante mueca de la broma. Y ante los más bonitos que tenían Al cuello dos minúsculas bellotas, Bien se deseaba una hermanita beba Para hacerla jugar á la pastora. Entre los dedos de la madre el huso Continuaba diciendo la congoja Del pobre cabritilla degollado Que con un grito tan doliente llora. Y la muerte distinta del cordero Que al sacrificio proverbial se dobla Con sumisa quietud, siendo esa muerte Una mirada blanca y silenciosa. Y el áspero morueco de los pobres, Con su lana plebeya y su asta en rosca. Y el chivo socarrón de ojo amarillo, Que en su barba almizclada filosofa. Y las vacas cornudas y pequeñas, Y las yeguas pintadas y avizoras, Y la campaña igual donde eran dueños Pobres y ricos en la misma norma. Y el rancho con su tala y su pareja De teruteros, en la playa pròxima; La vivienda paisana que tenía Por vecindario, en su quietud dichosa, Todos los caminantes de los campos, Todas las golondrinas de la aurora. No vé sin emocion el hombre viejo, Sobre el árido tronco puesta á la obra, La pareja de horneros que fabrican En barro elemental la misma choza. Cantemos á la carne brava y fuerte, Que enciende el fuego de la vida heróica, En el bocado previo del combate, En la ración del labrador que torna. Temple en el brazo activo; flor de llama En el ramo arterial de sangre roja; Calor de inteligencia y de coraje; Fundamento de razas vencedoras. Robusta hermana de la sal y el vino, En su excelencia substancial se enconan Con agudezas de sabor los dientes Chispeantes de la sal, y es mutua gloria El buen color del vino que sonríen Las mejillas bermejas de la copa. Su olor de fortaleza y de apetito Alegra el campo y al olfato arroja El cruel ardor de la quemada grasa Que de áspera avidez la entraña ahonda. Junto al fuego amistoso el perro aceza. Modera el gaucho con destreza estoica, En la obstada premura de su fuego La paciente merienda que elabora. Y mientras en la intimidad del poncho, Su atizado pregusto el mate acorta, La costilla florece de gordura, Estimulando con delicias próximas, La viva delgadez de árida brisa Que el circunstante pajonal le sopla. En su emulsión do lejiviada pella El campestre jabón se perfecciona, Al amparo habitual de la ramada Cuyo techo apedrea con sus costras, La sal que condujeron los peones, Húmeda aún, de las salinas ópimas, Donde el lívido jume reconcentra Las acerbas legías de la obra, Cuyo grado se mide con un huevo Que entre la espuma de la mezcla flota. Y el derretido sebo, defecando Su apetitoso chicharrón, apronta En la mecha los júbilos caseros De la vela paciente y lacrimosa. Cantemos á la leche cuyo gusto Sabe á beso infantil en nuestra boca. La leche, plata líquida del pobre, Que las jícaras blancas alboroza, Y en el aro del queso se amoneda, Y en lo más tierno del manjar provoca. Abramos á las míseras infancias El dulce manantial de la ubre rosa, Y al prodigarse floreciendo en niños, Esa prosperidad tenga su gloria. Como en los Paraísos legendarios, Ríos de leche nuestra dicha portan. Oh alegre vasco matinal que hacía Con su jamelgo hirsuto y con su boina La entrada del suburbio adormecido Bajo la aguda escarcha de la aurora: Repicaba en sus tarros abollados Su eclógico pregón la leche gorda, Y con su rizo de humo iba la pípa Temprana, bailoteándole en la boca, Mezclada á la quejumbre del zorcico Que gemia una ausencia de zampoñas. Su cuarta liberal tenía llapa, Y su mano leal y generosa, Prorrogaba la cuenta de los pobres Marcando tarjas en sus puertas toscas. Oh comadre lechera de los pueblos Que arrebujada en su rebozo trota Sobre la blanda burra, al vago azote De la pichana, conduciendo entre hojas De aromática higuera sus quesillos Con dejadez arábiga y monótona: En ella pasa la poesía vieja Del tambo matinal donde retoza La ternera precoz del campo abierto Junto con su chinita ya pintona. Hacia el corral donde en la tibia ordeña Prefieres á la baya ó á la hosca, Que emparejados los garrones recios Por tres vueltas de soga, Con un mugido perezoso y vago El lento morro hasta la ijada tornan Al amor de la cria—en fiel coloquio Vas una suave tarde con tu novia, Que está más delgadita de quererte Y expresa una fatiga de corola. En el jarro vacío el chorro agudo, Como un niño dijérase que llora; Y en la espuma del que se va llenando, Enronquece un arrullo de paloma. Un olor de heno fresco y de aceituna Exhalan las boñigas; más sonora Canta la rana del jagüel vecino; Y en su puerilidad de alma dichosa, La niña te sonríe con los ojos Al ocupar sus labios en la copa. Las vacas montañesas de mi villa, Cuando pacen la grama de las lomas, Tienen la mejor leche para el queso; Mas, como no son finas, es bien poca. Sí comen albahaca y altamisa, Suele volverse amarga y olorosa. Cuando las toca un año llovedizo, Es también increíble lo que engordan. La que se queda sin parir, entonces, Solamente será por ser machorra. Y cómo alegra el alma su mugido, Cuando al caer la tarde calurosa Que expía una sequía de ocho meses, Del horizonte grávido que arroja Su escobazo de viento preventivo, En que grita ordenando alzar la ropa Una aflautada voz de lavandera— Viene ya el agua eléctrica y sonora, Hinchada en un sombrío azul de breva, Mientras un colosal cielo de tromba, Con retumbos hidráulicos de fresco Tonel, sobre los campos se desfonda. Y braman ellas escarbando el polvo Que rellena la cuenca pedregosa Del rio seco que al lugar da nombre; y en su salvaje anhelo se prolonga, El gemido amoroso de la tierra Que á la preñez magnífica se apronta. Cantemos la excelencia de las razas Que aquella sangre indígena mejora, Con el marmóreo Durham de los premios, Con el Hereford rústico que asocia A la belleza de su manto rojo, En blancura total cabeza y cola. Con la negra nobleza que propala El Polled-Angus de cabeza mocha. Y al grueso potro de color de peltre, Que derrumbando el anca montañosa En pulimento escultural de fuerza, A paso colosal mide las trochas. Y al alazán que con intenso trote Refucila su hebilla en la carroza, O lanza su relincho perentorio En la manada que bravío atropa. Y á la concisa yegua de las pístas, Con su cabeza adolescente y floja Donde el alto linaje se empenacha De alado fuego en la gloriosa hora, Cuando el ímpetu audaz de la carrera En viva cinta de aire se prolonga, Restallada en aplausos que definen El alborozo cruel de la victoria. Y al pequeño caballo que en las sendas De la región criolla, Con su paisano soñoliento encima, En un vigor reconcentrado trota. El de las duras guerras en que hicimos Las hazañas aquellas de la historia. El heroico de Salta y de los Andes, El triste que en las épocas penosas, Sobre la pampa mártir de sequía Cumple el arduo servicio de la posta. El fiel de las angustias sin amparo Que confían al chasque su zozobra, Cuando urge el parto cruel y la epilepsia En la desolación brama horrorosa. El que ordenó las bárbaras dehesas De la frontera desbordada de hordas, Y en la final conquista del desierto, Sumiso y militar sirvió con Roca. El que en su vil pelambre guarda el fuego, Como el tronco la brasa que lo dora, Con esa mansedumbre del coraje Que su alma elemental acondiciona. El que huele á hombre fuerte en el descanso Y á fiebre inquieta en las ingratas obras, Y es la última amistad del gaucho libre Que al despoblado la injusticia arroja, Dejándole por únicos haberes La firme daga y la guitarra sorda, Que habla bajo, pasado á la cintura El brazo del varón, como una esposa. Cuando al final de intrépida jornada Que al doméstico encanto nos retorna, Mientras él, aun jadeante, se refriega El ojo en la rodilla temblorosa, Al ladrido del perro los que aguardan Salen llenos de plácemes y de ¡holas! Entre un ruído de espuelas, todavía En el extremo de la rienda floja, Con saludo cordíal se unen las manos Y la cola del can tunde las botas. Se amustia el cielo. La primer estrella Salta en el vago azul como una gota. Y en la cocina negra el primer fuego, Como un gallo dorado se arrebola. Todavia inconcluso el primer mate, Salimos con idea previsora, A averiguar si hay pasto suficiente En el cerco habitual donde acomodan. El fatigado lomo aún exhala Su dejo de churrasco en las caronas; Y con una palmada al anca escueta, La ternura viril que nos mejora, Paga—¡pobre animal!—en brusco mimo, Aquel caudal de fuerza generosa. Cumplamos con el buen veterinario Cuya modesta medicina aploma Los miembros aquejados por el duro Esparaván, ó por la llaga crónica Que el linimento con unción tranquila Viene á colmar de lenidad piadosa. Oh! dulces ojos de la bestia enferma Que nuestra avara caridad imploran, Con un dolor sumiso é inocente Que á nadie culpa la maldad incógnita. Hombre que alivias al caballo viejo, Dándole agua y quitándole las moscas: Cuando el llanto consuele tu alma obscura, Sabe que es aquella agua lo que lloras. Reclamemos la enmienda pertinente Del código rural cuya reforma, En la nobleza del derecho agrícola Y en la equidad pecuaria tiene normas, Para dar un sabor de égloga ruda Al canon de la ley satisfactoria, Cuya sana belleza de justicia Como un verso el artículo conforma. Cantemos la confianza del viaje En la certeza de la mula cómoda, Que sabe con su pata los atajos Y con su oreja las alarmas lógicas, Vibrante en el bufido que les planta Con el celo inicial de una pistola. Por el lento crepúsculo teñido De vislumbre lunar, marcha la tropa. Los carros vienen como conversando Con el carril de platitud sonora, Cuya orilla derecha sobrepasan Vagas aún las movedizas sombras. Las mulas veteranas y parejas Cumplirán la jornada algo á deshora, Porque ese medio día faltó el agua En el jagüel que llaman de los Soria, Donde á real por cabeza las abrevan Mientras la peonada se raciona. Pero bien sabido es que entonces basta Con soltarlas un poco, pues muy sobrias, Con tal que puedan revolcarse á gusto, Luego para la marcha se recobran. Sólo aflojaron dos tordillas grandes, Las más maulas también porque eran romas; Y con ellas dejaron al marucho Que cuida la mulada de la tropa, Y en sus trece años, toscos de tarea, Para cumplir, como el mejor se porta. Ahijado del patrón todos extrañan Que en la escuela del pueblo no lo ponga. Dicen que hay una ley que asi lo ordena, Pero quien ha de abrir por él la boca, Si el mismo capataz no está seguro Cuando, los días de elección, no vota Como todo mensual «por don Fulano», La lista que al fin poco les importa. El se contenta con un saco viejo, Media libra de pasas y una trompa. Detrás, pausadamente talonea El capataz su zaina cadenciosa. En el chifle de cuerno un resto de agua Va gorgoteando sofocada y sorda. Mañana, si Dios quiere, con la fresca Se acercarán al pueblo donde próspera La tienda espera su mercadería;— Y entrarán por la calle barrancosa A los compases del clarín alegre Que él como anuncio del arribo toca. A la par suya trotará su cuzco Plumereando alegrías con la cola; Y sumiendo la arena irán las llantas, Y será el caso de estrenarse botas, Y restallar la chispa de los látigos Entre una polvareda victoriosa. La tienda estará allí sombría y fresca Con su cortina de pesada lona, Donde un gran lamparón de kerosene Trasluce el sol aglomerando moscas. Un confortable olor de caña y yerba, Sale en la bocanada de su sombra. Puntea el sastre, cabalgando un tercio, Un pasacalle de guitarra ociosa. Detrás del mostrador el dependiente Despacha á una esponjada señorona Que regatea y prueba con saliva Un percal de firmeza sospechosa. —Podemos enseñarle la factura Argumenta el audaz con labia pronta. Y su ala de pichón, enaceitada De Tónico Oriental, y su simbólica Solapa constelada de alfileres, Ponen tal elegancia en su persona, Que con razón á todas las muchachas Se les hace por él agua la boca. Sólo el telegrafista le compite Cuando á la tarde en su tubiano asoma. Afuera, denunciando que el negocio Es casa fuerte, de las dos que acopian Frutos, y prestan á interés, un cuero Estaqueado, el caliente piso alfombra. Húmedo de colores como un mapa, Que azulan podredumbres transitorias, Asusta á los esquivos redomones De la rural clientela que anda en compras, Socarrando las rojas verdolagas De la plaza desierta, el sol acosa. Un caballo tranquilo, allá á lo lejos, Camina por la falda de una loma. A todo esto llegaron ya á la aguada Y ante un buen fuego el costillar aprontan, Mientras las mulas ramonean algo Y el marucho atrasado se incorpora. Un nocturno reposo de agua obscura, Que cercan cocos de crujiente copa, Consuela los afanes de la marcha En el silencio de la noche hermosa. Algún tuco atraído por la hoguera, Sesgo trazo de luz tira en la sombra, Y en su efluencia de estrellita errante Titubea un momento y luego toma La dirección de azar, que les indica Dónde estarán la suerte ó la algarroba, Cuyos rubios puñados con susurro De seco cascabel cargan la fronda, Como á compás con las cigarras émulas Que al taciturno santiagueño arroban, Con la añoranza rústica del pago En un pregusto de ácidas alojas. Al olor montaraz de las jarillas Exhaladas en brisa resinosa, Mezclan su pimentado terebinto Los espinosos cocos que allá brotan. Y el capataz les cuenta los viajes En las grandes carretas crujidoras Que dilataban su áspero quejido Por travesías llenas de zozobra. De temor al salvaje hasta llevaban Un cañoncíto y varias tercerolas; Y si acaso en las noches de tormenta Debían desvelarse haciendo ronda En torno de los bueyes intranquilos, Era grande la alarma de esas horas. Sólo les permitían que fumasen Bajo los ponchos cuya urdimbre tosca, Soportaba los largos temporales Que los campos tristísimos entoldan, Deshilachando en lluvias inclementes El largo harapo de las nubes lóbregas. Como no hay en qué atar por esos llanos Y la estaca clavada es peligrosa Porque el retumbo se oye por el suelo Y el indio en esto nunca se equivoca, Aseguraba el capataz su mula Con una taba ó una leña corta Que amarrada á la punta del cabestro En un hoyo se entierra y apisona. Y aunque tire, dejuro que no arranca La bestia más matrera y cosquillosa. Apenas se ocupaba en ese tiempo El ganado mular para las tropas, A no ser en las arrias sanjuaninas Que llegaban al pueblo con sus tortas De alfajor, y sus rubios orejones, Surtidos en la carga promisoria Con la pasa mollar y la aceituna Sobre los grandes bastos de totora. Y pasaban los mozos estribando En sus capachos de madera sólida; Y el alto capataz con su trabuco Y su macho bragado en cuya boca Sangraba el freno Peñaflor, y aquellas Espuelas formidables y sonoras Que rinden á la bestia palpitante En los duros tragines de la doma, Cuando el robusto corazón se sube En borbollón de gárgara ardorosa, Y el entusiasmo con sabor de fuerza Los corajudos miembros corrobora, Y encarniza el instinto con su soplo De rabia audaz, una crueldad de gloria. El asado ya está. Divaga á ratos Con lastimeros sones en la sombra, El cencerro cordial de la madrina Que pasta por allí con pausa sorda. Y de pronto, en lo extenso de los campos Donde la dulce soledad ahonda La sensibilidad de su silencio Soñado por estrellas melancólicas, Una mula rebuzna á la querencia Con nostalgia tan intima y remota, Que como una mujer abandonada, Penas de hogar parece que solloza. Y cantemos al asno mendicante, Con su tosco sayal que aun desmejora El haz de leña de las tardes frías En que parece envejecer la choza. Y al bronco cerdo que madura en grasa Anticipando la repleta olla Al hondo borbotón de sus gruñidos. Y al pavo matamoros que resopla Explosivas sazones de marmita. Y al primor campesino de la oca, Cuyo alelado escándalo insinúa El trajìn promisorio de la loza. Y á la modesta gallineta que huye Con paso de mucama perentoria, Y remeda á la lima del herrero, Atareada como él desde la aurora. Y al surgente avestruz de la pradera Que con silbo haragán vagando engorda, Y fértil rinde su costal de huevos, Y cuando va á llover corre y esponja Su flotante calzón arremangado En los sesgos fandangos que retoza. Y hay que verlo tenderse en las boleadas, Desordenando la gambeta ilógica Como mancha de luz que refucila Un espejo, al zumbido de las bolas. En veloz convergencia lo arremete El gauchaje, palmeándose la boca. Con sordo borbotón hierve la tierra A los tropeles bárbaros de la horda. Hasta que, ya rendido, y bien seguro El volumen de pluma en las alforjas, Al fuego del vivac asan su agudo Caparazón, con lentitud metódica, Dándole por relleno tres guijarros Recalentados, pues así se apronta La picana con piedra que el rescoldo Como un pastel por fuera perfecciona. Celebremos los claros palomares Que embanderan de blanco las palomas. Y el conejo pueril en cuyo hocico Pulula la esquivez como una mosca, Y que bajo un repollo acurrucado, En el fondo sombrío de las hojas Funda una linda capillita blanca. Y la colmena que en labor metódica, Es el encanto de los bellos días En que el campo llovido se emociona, Y encomienda á las alas de la abeja, La quinta en flor el polen que desborda. Como era fiesta el día de la patría, Y en mi sierra se nublan casi todas Las mañanas de Mayo, el 25 Nuestra madre salia á buena hora De paseo campestre con nosotros, A buscar por las breñas más recónditas, El panal montaraz que ya el otoño Azucaraba en madurez preciosa. Embellecia un rubio aseado y grave Sus pacíficas trenzas de señora, Seguíanla el peón y la muchacha. Y adelante, en pandilla juguetona, Corríamos nosotros con el perro Que describía en arco pistas locas. Con certeza cabal decía el hombre, —Aquí está el camuatí misia Custodia. Que así su nombre maternal y pío, Como atributo natural la adorna. Aunque aquí vaya junto con la patria Toda luz, es seguro que no estorba. Adelgazada por penosos años, Como el cristal casi no tiene sombra. Después se nos ha puesto muy anciana, Y si muere sería triste cosa Que no la hubiese honrado como debe Su hijo mayor por vanidad retórica. Ahumadas las abejas de allí á poco, Al reparo de alguna peña hermosa Disfrutábamos juntos la cosecha En la gran paz de la campaña sola. Todavía en las ramas de los cercos Y en alguna ladera barrancosa, Flores de mechoacán y escorzonera Daban al año retardada pompa. Entre los huecos del peñasco, llenos De doradilla purificatoria, Juntaba alguno para hacer gallitos, Caracolillos de voluta cónica. Punzaba la quietud con lento arrullo Allá en su breña la acentuada tórtola; Y el cielo suave donde ya el nublado Se adelgazaba con pereza mórbida, Empañado como una jarra fresca, Daba al aire blandicias deliciosas. Venía el padre á veces en su mula. Habiendo visto el humo de la obra, Cuando por el camino asaz distante Regresaba á la casa. Su sonora Palabra de cariño y complacencia, Como el pan bien asado era sabrosa. Colgada del arzón su carabina Aun exhalaba un denso olor de pólvora. Es que había cazado una corzuela Que con el capataz envió por otra Dirección; y también había visto En la represa solitaria y honda, Patos de esos cafés de alas azules Cuya carne bravía es tan gustosa. Ah gloria de las claras mañanitas En el tallar tranquilo que se explora Con la escopeta al hombro, en un silencio Lleno de claridad, sobre una blonda Arena de ribera, susurrada El alma fresca por murmullos de hojas. De agua, silencio y sol está compuesta La plácida belleza de la hora. Huele el sauzal endeble á barniz nuevo, Rubio de luz escuálida y notoria. Muy lejos, en la punta de algún árbol, Una urraca saluda con la cola. Y mientras nos contaba todo aquello, El buen padre jovial nos daba escolta. Montando por delante al más chiquillo Que pedía galope, á rienda corta El andar de la bestia mantenía Paralelo á la senda donde toda La familia marchaba de regreso Al mísmo paso y en la misma forma. Sólo el perro, á la vera del estribo, Iba anhelando cabizbajo ahora. Así en profunda intimidad de infancia, El día de la patria en mi memoria, Vive á aquella dulzura incorporado Como el perfume á la hez de la redoma. ¡Feliz quien como yo ha bebido patria, En la miel de su selva y de su roca!

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Dante Isaac AZ

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