(Por Javier Urcelay)
Abrupto, excesivo, volcánico, con un provocador dominio del lenguaje, áspero como una lija o aterciopelado como una nube, solitario, independiente, malhumorado o juguetón, satírico, burlón, reflexivo, atormentado, trascendente, deliberadamente oscuro o meridianamente claro, Juan Manuel de Prada es ya, sin duda, uno de los mejores escritores de las literatura hispana en lo que va de siglo.
Odiado y envidiado hoy a partes iguales, empezó, sin embargo, su carrera como prometedor enfant terrible, adulado y premiado, reconocido por su precocidad como un Mozart de las letras ibéricas…hasta que conoció los libros del sacerdote argentino Leonardo Castellani -un jesuita marginado y arrinconado, a pesar del calibre de su obra- que habría de cambiar, quizás para siempre, su manera de pensar, sobre qué escribir y, también, para quien hacerlo.
Castellani fue el primer paso, al que siguieron otros en similar dirección, de los que el descubrimiento de autores católicos como Chesterton, Belloc, Lewis y otros, no sería menos importante.
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