Por Adriana Varillas
Roma es todo. Todo, porque todos los caminos llevan a Roma. El de la nostalgia, el de la familia, el de la vulnerabilidad y el desamparo de la mujer; el del abandono del hombre.
El de la infancia, la inocencia y los juegos; el de la moda, las canciones y escenarios que nos son comunes; el de la maternidad y los hogares liderados por mujeres; el del trabajo doméstico y las clases sociales; el de los sonidos inolvidables y el del silencio; el de aquella época y el de ésta.
Más allá de su estética impecable y de su historia entrañable y conmovedora, la Roma del guionista y director, Alfonso Cuarón, es un cofre de recuerdos, una colección de estampas que nos hablan del pasado que es presente; una descripción de la familia que se pensaba “modelo” en aquel México convulso, tradicional, conservador; de patrones aspiracionales confrontados inevitablemente por crudas realidades, secas, silenciosas, sólo rotas por chispazos de folcklore y color, aunque la narrativa visual sea en blanco y negro.
Roma es un poema visual; un viaje a la infancia, una revisión histórica a los años del “halconazo” que adormeció temporalmente a una juventud que floreció en sueños e ideales y fue sometida a golpes, balas, sangre y miedo.
Roma es un soundtrack con aromas que despiertan en cada cuadro; una proeza técnica que conjuga toda la experiencia, el talento y el corazón de su director y del equipo de creativos, plasmada en una pieza maestra, que sin duda se coloca ya dentro de los clásicos que marcan la historia del cine.
El filme se estrenó en la plataforma de Netflix un inolvidable 14 de diciembre del 2018, un día después de haberse exhibido en lo que fue durante décadas, la residencia presidencial de Los Pinos, en la Ciudad de México.
Esa misma noche se exhibió en la Casa de la Cultura de Cancún y para ese momento había conquistado a la crítica internacional y se perfilaba como ganadora de diversos premios, como película, por su fotografía, dirección, guión, montaje, música o por la actuación de su protagonista, Yalitza Aparicio, una carismática y dulce maestra indígena de Oaxaca, que encarnó a Cleo, la que salva y es salvada.
Hasta el momento, Roma ha ganado 138 galardones, concentra 89 nominaciones y registra otras 23. La industria apuesta a que su papel en los premios Oscar, será memorable.
Y es que Roma nos sitúa en un contexto colectivo, que toca fibras muy personales. A mí me resucitó a Nabo, una mujer sin escuela que en los años 40 salió de Veracruz hacia la Ciudad de México, expulsada por el hambre y la carencia de toda oportunidad para sacar adelante a sus cinco hijos.
Nabo trabajó en varios hogares, lavando, planchando, cocinando y cuidando niños, estando sus hijos a distancia, quienes la alcanzaron tiempo después.
Su último empleo fue en “la casa grande” de Tecamachalco; una mansión que abandonaba los domingos para cruzar la ciudad y llegar a nuestra casa, con su hija, su nieta y su bisnieta, a la que llevaba libros, ropa, dulces, chicles motita, juguetes, chocolate Turín, cajitas llenas de sorpresas y todo su amor.
Independiente, sencilla, conservadora y amante de reunir a la familia, Nabo fue la Cleo para los niños de Tecamachalco, pero fue la cabeza de las Gigantas, ejemplo de trabajo y honestidad; la cómplice que me llevó hasta los libros y el estudio; la bisabuela que echo de menos, la culpable, junto con la Roma de Cuarón, de este desliz, que pocas veces me permito. Roma es todo.
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