En el segundo bloque del episodio 50 de El Aprendiz de Sabio, conversamos sobre el tiempo en la política con el autor de Orden o progreso: la democracia liberal y su concepción mecánica del tiempo político. Se trata de Héctor Ghiretti; historiador, doctor en filosofía, investigador del CONICET y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de Cuyo.
Según la ley de la relatividad el tiempo es una dimensión más, se habla del espacio-tiempo. ¿Los tiempos de diálogo generan espacios? ¿Qué es el tiempo de la acción política? Pierre Lenain inicia su breve ensayo sobre esta cuestión explicando que el tiempo juega un papel capital en la acción política: pero el tiempo de la acción está extrañamente ausente de los manuales de ciencia política. ¿Por qué? ¿El tiempo político “corre más rápido” en esta era? ¿Qué es la inmanentización del cambio en el tiempo? ¿Cómo influye la tecnología en la velocidad del cambio? ¿El orden es ir en contra de la corriente? ¿Es más efectivo y productivo enfocar los esfuerzos por orientar los esfuerzos que en ordenar los cambios que se suceden? ¿Esto establece una nueva forma de hacer política? ¿Un gobierno populista maneja los tiempos de manera distinta a un gobierno demócrata? ¿El problema está en los que gobiernan, en las instituciones, en el pueblo impaciente o simplemente en el modelo? ¿El orden cancela las posibilidades de ambio? ¿En una sociedad de cambios el orden se vuelve imposible? Las tecnologías uno a muchos vs. muchos a muchos. ¿Que se puede hacer para no caer en un gobierno populista? Caso pandemia: imposición de orden vs. paralizar todo (“detener el reloj”). ¿Cuánto puede resistirse? ¿esta sociedad moderna necesita siempre una huida hacia adelante? El caso del crecimiento chino forzoso.
El cambio y la comunicación: ¿cuánto han pasado a gobernar las tecnológicas a las sociedades? ¿Los estados tendrían que encarrilarse en este trajín de cambio en la comunicación de las masas, en lugar de intentar imponer agenda? ¿Por qué la dicotomía “orden o progreso”? ¿Se requiere entropía para progresar?
Así como la escuela está obsoleta, ¿la democracia liberal también ha caído en obsolecencia? Las startups que intentan establecer un régimen de democracia directa.
Dominar el cambio es lo importante. La sociedad ya no quiere esperar. “No hay tiempo que perder”. Política fast food. Satisfacción superficial, pero con poco nutrimento social. La sociedad de la impaciencia.
LA TRANSFORMACIÓN DE LA MODERNIDAD: EL IMPERIO DEL CAMBIO
Por Héctor Ghiretti
Debemos a Emest Renan una de las caracterizaciones más lúcidas y sugerentes del tránsito de la cultura occidental a la modernidad. Este autor explica que la era moderna implicó el paso del dominio del ser al dominio del devenir. Sería muy complejo explicar las razones próximas y remotas de esta transición: además, es algo que ya se ha hecho profusa y sacisfacroriamente. Puede decirse que la era moderna es una especie de permanente Querella de clásicos y modernos, con invariable resultado positivo -no podría ser de otro modo- en favor de los últimos.
La afirmación puede parecer perogrullesca -la modernidad es precisa mcmc el predominio de lo moderno-, pero no es así: para afirmar su identidad, b modernidad no puede prescindir de una contraparte dialéctica o un pendant negativo, contra el qué (y respecto del cual) pueda afirmar una lucha permanente y una victoria siempre renovada, al modo en que los superhéroes de historieta se enfrentan una y otra vez. a los supervillanos, derrotandolos siempre, pero sin que esa derrota sea definitiva. Se entiende que en una época dominada por el devenir, el cambio en sí se valore de forma positiva. Por otro lado, nadie hace el cambio, si no considera que este es en algún sentido perfectivo: un cambio meliorativo. En ese simple razonamiento se apoya la idea del progreso, que algunos han calificado, con una fortuna que habría que revisar. de mito. El progreso es una pieza fundamental de la concepción y la sensibilidad modernas. Si se asume con Aristóteles que el tiempo es la medida del movimiento, se convendrá sin inconvenientes en que una modificación en la comprensión y la apreciación de movimiento implica una transformación en el sentido y la conciencia del tiempo. Sobre esto también se ha escrito mucho y no vale la pena insistir. Bastante menos se ha profundizado en las relaciones que vinculan al tiempo con la política. Pierre Lenain inicia su breve ensayo sobre esta cuestión explicando que el tiempo juega un papel capital en la acción política: pero el tiempo de la acción está extrañamente ausente de los manuales de ciencia política. Y no parece engañarse respecto a los responsables por este olvido o descuido culposo, que encuentra entre los ideólogos y los utopistas.
Si el tiempo es la medida del movimiento, el tiempo político es la medida del movimiento político, o lo que es lo mismo, de cambio político. A efectos de dar sistema a esta exposición, se entiende que el cambio político puede estudiarse desde dos puntos de vista diferentes, aunque complementarios. El primero es el cambio en el orden político, en la estructura o configuración política de una comunidad. Existe un tiempo del orden político. El segundo es el cambio propio de la acción política, es decir, el proceso que lleva al actor político (o actores políticos) a una acción determinada. Existe un tiempo de la acción política.
Podría decirse que se trata de una perspectiva externa y otra interna al actor político: el cambio político visto desde el orden que genera y desde:: el proceso interno que lleva a las decisiones
políticas. A partir de esta doble perspectiva se estudia el modo de concepción y configuración del tiempo político en el caso concreto de la democracia liberal, tomando como eje principal de
análisis dos de sus principios fundamentales y complementarios entre sí: periodicidad de los cargos de gobierno y la alternancia en el poder.
Parece claro que el cambio solamente puede constituirse en el carácter fundamental de una cultura o una sociedad, cuando se trata de una experiencia social extendida y compartida, no solamente por los contemporáneos de una determinada época, sino también por las generaciones que los precedieron. Es preciso haber sido testigo directo del cambio -es decir. que el cambio haya sido visto (o sufrido)-, que se haya presenciado más de un cambio relevante durante la vida, y que esa experiencia pueda ser compartida con los antecesores y contemporáneos. El cambio, la mutación del orden, debe ser una presencia sustancial en el imaginario social. Esta experiencia es claramente visible en los testimonios que nos han llegado de la Revolución francesa. Para que se tenga una experiencia vívida, directa y continuada del cambio, es necesario que estos sean frecuentes y sustanciales. Y si son frecuentes y sustanciales, el tiempo -que es la medida del cambio- no solamente se acorta, sino que tiende a perder continuidad con el período anterior, en razón de la radicalidad de la transformación. Eso explica la particular fuerza con la que surge y se extiende el pensamiento revolucionario por todo Occidente, y la razón por la que subsiste todavía, bajo formas que han moderado de un modo u otro su impulso y violencia inicial. La velocidad, profusión y radicalidad del cambio forman parte de la identidad moderna. Si se adopta la perspectiva del cambio relativa al orden político, se adviene que en una fase histórica y del pensamiento en la que la primacía está ocupada por el devenir, la idea de orden, en cuanto que estado de reposo -de permanencia en el tiempo y en el espacio- de una realidad, aparece genc ral meme revestida de connotaciones negativas. Así, orden es de esfericidad, de inmovilidad, de rigidez. Esta valoración negativa del orden y positiva del cambio se manifiesta en el pensamiento político moderno de dos formas diversas. En el caso del pensamiento ideológico, se realiza una construcción retórica -con aspiraciones de integralidad y radicalidad de un orden político y social alternativo. En el caso del pensamiento crítico, de aparición más reciente, se pone en revisión la idea misma de orden. En realidad, se trata de dos momentos de una misma actitud o talante general, quizá diferenciados por el fracaso de la encarnación de los principios ideológicos en realidad política, económica o social: la realidad se revela impenitentemente rebelde a los dictámenes de la idea transformadora.
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