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Roma 7 - Antonio y Cleopatra - Colleen McCullough
Antonio y Cleopatra, la 7ª novela del ciclo Masters of Rome, que Colleen McCullough (n.1937) inició hace casi veinte años. Un ciclo novelesco que reconstruye y recrea con una extraordinaria habilidad, rigor y precisión la Roma tardorrepublicana. Una saga histórica que se inició con El Primer Hombre de Roma (1989), novela ambientada en el año 110 a.C. y protagonizad por dos ambiciosos personajes, Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila, ambos buscando gloria, poder y riquezas para Roma pero sobre todo para sí mismos.A esta primera novela, que superaba las 700 páginas en su traducción castellana, le siguieron cinco más – La corona de hierba (1990), Favoritos de la Fortuna (1993), Las mujeres de César (1996), César (1998) y El caballo de César (2002) –; en ellas se sucedieron las guerras civiles en Roma y la crisis del sistema republicano, y en las que destacó, progresivamente, el que se acabaría siendo el auténtico protagonista de la saga: Cayo Julio César (100-44 a.C.). Pero no sólo César llenó páginas y páginas, superando las 5.000 en total, sino que se mostraba al lector a los grandes protagonistas de la etapa final de la República romana, de Mario y Sila a Livio Druso, Pompeyo, Craso, Clodio y Marco Antonio, por mencionar a los principales.
Al final de El caballo de César, tras la batalla de Filipos (42 a.C.), McCullough juró y perjuró que terminaba la serie en ese punto de la Historia. La verdad sea dicha, pocos lectores la creímos, pues un final tan abrupto, con tantos acontecimientos por suceder y con diversos personajes ya presentados y desarrollados – como Cleopatra, por ejemplo –, sólo podía invitar a una entrega más, que finalizara la saga con lógica y que siguiera el curso de la propia Historia: el final formal de la libera res publica, en la famosa sesión del Senado de enero del año 27 a.C., durante la cual César Octavio devolvía sus poderes al organismo senatorial, para posteriormente recuperarlos, consolidados y además prestigiados gracias al lustre del título de Augusto. De este modo, se ponía final al sistema de gobierno republicano que, tradicionalmente, rigió en Roma desde la expulsión de los monarcas a finales del siglo VI a.C., y se inició era del Imperio, del Principado, de una res publica restituta en el nombre pero no en el fondo.
Y pasaron cinco años, hasta que en septiembre de 2007 se publicó en el Reino Unido el volumen definitivo de la saga, Antonio y Cleopatra, con el que, esta vez sí, la autora australiana puede decir con justicia que la saga ha terminado. Novela sensiblemente más corta que las anteriores (poco más de 500 páginas en la edición en inglés, que pasan a las 650 de la española), esta séptima entrega narra los sucesos de los años 41-30 a.C., con un epílogo en enero del 27 a.C., iniciados con el gobierno triunviral de Marco Antonio en Oriente tras su triunfo en la batalla de Filipos. De este modo, la acción entronca con el final de la novela anterior, cuando la alianza entre Antonio – traicionero con la memoria de César –, el jovencísimo Octavio – heredero del nombre, la herencia y la ambición frustrada de César – y el escurridizo Lépido – tercero en una forzosa concordia –, consigue derrotar y eliminar a la mayoría de los asesinos del dictador romano. El mundo mediterráneo queda repartido y, en grandes líneas, la estructura de la novela: mientras César Octavio asume la reconstrucción de unas maltrechas Roma e Italia, Antonio parte hacia Oriente – esquilmado pero lleno de posibilidades –, dispuesto a encontrar riquezas, gloria y el poder que le permitan ser reconocido como el Primer Hombre de Roma.
La necesidad, más que el amor, hace virtud, y Antonio convoca a la reina Cleopatra VII de Egipto, que gobierna el reino conjuntamente con su hijo Ptolomeo Cesarión, el vástago que supuestamente tuvo con César. Ni Antonio ni Cleopatra, que ya se conocen, se han sentido atraídos físicamente ni románticamente hasta entonces, como el cine y otras novelas nos han acostumbrado a imaginar. Y he aquí la primera de una larga serie de sorpresas argumentales que McCullough ofrece a los lectores: olvidémonos de lo que hemos visto en la gran pantalla, en la televisión o en una inmensa serie de novelas históricas y ensayos. No es la pasión lo que acerca a Antonio y Cleopatra – que merecidamente dan título a la novela –, sino las ambiciones personales: para Antonio, Cleopatra (y Egipto) es un instrumento que le permite financiar sus campañas en Oriente – la proyectada campaña contra los partos que César no pudo iniciar –, mientras que la reina egipcia ve en el bruto y voraz triunviro romano de 43 años el apoyo para reconstruir un sueño de dominación, al servicio del pequeño Cesarión, que quedó truncado con la muerte de César. Un pequeño rey egipcio que, sin embargo, no será el sumiso soberano que Cleopatra esperaba: un niño precoz, como su padre, superdotado hasta límites más que exagerados y poco creíbles, con un sentido común poco habitual y dotado del mismo genio de su padre. Si ya comentaba la primera de las sorpresas argumentales, en la caracterización de Cesarión, desde los siete y hasta los diecisiete años, encontramos un personaje imposible, en el que McCullough continua el idilio que mantuvo con César y que la ha llevado a caer en una hagiografía en ocasiones ridícula – véase César y El caballo de César. Pero no adelantemos acontecimientos…
Mientras la pasión entre Antonio y Cleopatra se forja desde la política y las ambiciones personales, en Roma queda César Octavio, de apenas 23 años. El papel del personaje es complicado: le ha tocado la parte complicada del imperio, con unas provincias empobrecidas, miles de veteranos que licenciar y reasentar en tierras públicas y un rival, Sexto Pompeyo, un auténtico corsario (más que pirata), que pone en jaque la estabilidad de Italia y la propia Roma. Junto a Octavio le acompañan en las tareas militares y de gobierno dos compañeros de altura: Agripa, alma gemela y fiel servidor de Octavio, y Mecenas, hombre político en todos los aspectos, a los que a lo largo de las páginas se añade Livia Drusila, personaje maltratado por Suetonio y series de televisión como Yo Claudio, y a quien McCullough consigue dar una interesante vida literaria.
Alternando capítulos en función de los personajes principales, asistimos a lo largo de toda la novela a luchas políticas, batallas, ambiciones, pactos que cuesta firmar, alianzas que tienen fecha de caducidad, amores y desamores, pasiones frustradas y diálogos vivaces; y todo ello con el estilo McCullough que ya conocimos en el resto de la saga. El lector, pues, quedará deslumbrado por el exhaustivo dominio de las fuentes clásicas que la autora demuestra en cada página, compaginado con su capacidad para novelar situaciones históricas, crear personajes y ofrecer giros argumentales sobre cuestiones ya muy manidas: el desarrollo de la batalla de Actium (31 a.C.), por ejemplo, sorprenderá a más de uno, así como el desenlace de las últimas cincuenta páginas, creándose situaciones y resoluciones plausibles sobre tópicos literarios e históricos. Del mismo modo, la autora, desde la literatura, ofrece una cierta luz sobre aspectos menos trabajados por el ensayo histórico: por ejemplo, la preparación de la flota comandada por Agripa y que pondría fin al dominio de Sexto Pompeyo en el Mediterráneo central, o las campañas de Ventidio contra los partos y el papel jugado por Antonio en su continuación.
Donde la autora de novelas como El pájaro espino ofrece – una opinión ésta muy personal – su peor registro es en escenas de corte romántico, como el encuentro entre Octavio y Livia Drusila, y su posterior matrimonio. Unas escenas, además, que recordarán al lector a otra Livia Drusila y en otras novelas de la saga (El Primer Hombre de Roma y La corona de hierba). El exceso de casualidades, los giros poco creíbles que asume la trama en relación a la pasión que sufren ambos personajes y un tono que navega entre lo empalagoso y lo forzado lastran un relato que tiene más fluidez en las escenas que muestran la oposición / confrontación / reconciliación / guerra fría / conflicto final de personajes como Antonio y Octavio, y quienes les rodean.
Otro de los problemas de la edición en castellano de la novela es la pésima traducción que ha realizado Planeta. Ya lo comenté en otras partes: la traducción es mejorable en muchísimos aspectos, plagada de erratas, errores históricos a causa de una traducción literal del inglés, en ocasiones desidia y, en general, con una inexistente corrección editorial. Es una lástima, pues los primeros volúmenes de la saga están magníficamente traducidos, con una agilidad y una viveza que captan con acierto el estilo propio de McCullough.
Si Antonio y Cleopatra dan título a la novela y su progresiva relación, desde lo político a lo físico y lo apasionado, es un filón prácticamente inagotable que resume perfectamente la profundidad con que la autora ha desarrollado a los personajes, César Octavio es, en realidad, el gran protagonista del libro. Con él, McCullough perpetúa el recuerdo de César, aunque con un César muy diferente al anterior, y nos ofrece un magnífico protagonista literario, con múltiples caras y matices, y que sorprende al lector hasta prácticamente la última página. Las luchas entre los tres personajes, Antonio, Octavio y Cleopatra, son el telón de fondo de una novela ambiciosa, bien resuelta, aunque con algunas deficiencias afortunadamente no graves.
En definitiva, y para poner fin a una reseña que podría alargarse aún más, Antonio y Cleopatra, no siendo la mejor de las novelas de Colleen McCullough en la saga Masters of Rome, sí que es una excelente muestra del género. Una novela a años luz de tantas y tantas novelas que se publican – en ocasiones sin mucho criterio –, que deja muy buen sabor de boca en el lector y que constituye un buen colofón a una de las mejores series de novelas históricas jamás escritas.
Al final de El caballo de César, tras la batalla de Filipos (42 a.C.), McCullough juró y perjuró que terminaba la serie en ese punto de la Historia. La verdad sea dicha, pocos lectores la creímos, pues un final tan abrupto, con tantos acontecimientos por suceder y con diversos personajes ya presentados y desarrollados – como Cleopatra, por ejemplo –, sólo podía invitar a una entrega más, que finalizara la saga con lógica y que siguiera el curso de la propia Historia: el final formal de la libera res publica, en la famosa sesión del Senado de enero del año 27 a.C., durante la cual César Octavio devolvía sus poderes al organismo senatorial, para posteriormente recuperarlos, consolidados y además prestigiados gracias al lustre del título de Augusto. De este modo, se ponía final al sistema de gobierno republicano que, tradicionalmente, rigió en Roma desde la expulsión de los monarcas a finales del siglo VI a.C., y se inició era del Imperio, del Principado, de una res publica restituta en el nombre pero no en el fondo.
Y pasaron cinco años, hasta que en septiembre de 2007 se publicó en el Reino Unido el volumen definitivo de la saga, Antonio y Cleopatra, con el que, esta vez sí, la autora australiana puede decir con justicia que la saga ha terminado. Novela sensiblemente más corta que las anteriores (poco más de 500 páginas en la edición en inglés, que pasan a las 650 de la española), esta séptima entrega narra los sucesos de los años 41-30 a.C., con un epílogo en enero del 27 a.C., iniciados con el gobierno triunviral de Marco Antonio en Oriente tras su triunfo en la batalla de Filipos. De este modo, la acción entronca con el final de la novela anterior, cuando la alianza entre Antonio – traicionero con la memoria de César –, el jovencísimo Octavio – heredero del nombre, la herencia y la ambición frustrada de César – y el escurridizo Lépido – tercero en una forzosa concordia –, consigue derrotar y eliminar a la mayoría de los asesinos del dictador romano. El mundo mediterráneo queda repartido y, en grandes líneas, la estructura de la novela: mientras César Octavio asume la reconstrucción de unas maltrechas Roma e Italia, Antonio parte hacia Oriente – esquilmado pero lleno de posibilidades –, dispuesto a encontrar riquezas, gloria y el poder que le permitan ser reconocido como el Primer Hombre de Roma.
La necesidad, más que el amor, hace virtud, y Antonio convoca a la reina Cleopatra VII de Egipto, que gobierna el reino conjuntamente con su hijo Ptolomeo Cesarión, el vástago que supuestamente tuvo con César. Ni Antonio ni Cleopatra, que ya se conocen, se han sentido atraídos físicamente ni románticamente hasta entonces, como el cine y otras novelas nos han acostumbrado a imaginar. Y he aquí la primera de una larga serie de sorpresas argumentales que McCullough ofrece a los lectores: olvidémonos de lo que hemos visto en la gran pantalla, en la televisión o en una inmensa serie de novelas históricas y ensayos. No es la pasión lo que acerca a Antonio y Cleopatra – que merecidamente dan título a la novela –, sino las ambiciones personales: para Antonio, Cleopatra (y Egipto) es un instrumento que le permite financiar sus campañas en Oriente – la proyectada campaña contra los partos que César no pudo iniciar –, mientras que la reina egipcia ve en el bruto y voraz triunviro romano de 43 años el apoyo para reconstruir un sueño de dominación, al servicio del pequeño Cesarión, que quedó truncado con la muerte de César. Un pequeño rey egipcio que, sin embargo, no será el sumiso soberano que Cleopatra esperaba: un niño precoz, como su padre, superdotado hasta límites más que exagerados y poco creíbles, con un sentido común poco habitual y dotado del mismo genio de su padre. Si ya comentaba la primera de las sorpresas argumentales, en la caracterización de Cesarión, desde los siete y hasta los diecisiete años, encontramos un personaje imposible, en el que McCullough continua el idilio que mantuvo con César y que la ha llevado a caer en una hagiografía en ocasiones ridícula – véase César y El caballo de César. Pero no adelantemos acontecimientos…
Mientras la pasión entre Antonio y Cleopatra se forja desde la política y las ambiciones personales, en Roma queda César Octavio, de apenas 23 años. El papel del personaje es complicado: le ha tocado la parte complicada del imperio, con unas provincias empobrecidas, miles de veteranos que licenciar y reasentar en tierras públicas y un rival, Sexto Pompeyo, un auténtico corsario (más que pirata), que pone en jaque la estabilidad de Italia y la propia Roma. Junto a Octavio le acompañan en las tareas militares y de gobierno dos compañeros de altura: Agripa, alma gemela y fiel servidor de Octavio, y Mecenas, hombre político en todos los aspectos, a los que a lo largo de las páginas se añade Livia Drusila, personaje maltratado por Suetonio y series de televisión como Yo Claudio, y a quien McCullough consigue dar una interesante vida literaria.
Alternando capítulos en función de los personajes principales, asistimos a lo largo de toda la novela a luchas políticas, batallas, ambiciones, pactos que cuesta firmar, alianzas que tienen fecha de caducidad, amores y desamores, pasiones frustradas y diálogos vivaces; y todo ello con el estilo McCullough que ya conocimos en el resto de la saga. El lector, pues, quedará deslumbrado por el exhaustivo dominio de las fuentes clásicas que la autora demuestra en cada página, compaginado con su capacidad para novelar situaciones históricas, crear personajes y ofrecer giros argumentales sobre cuestiones ya muy manidas: el desarrollo de la batalla de Actium (31 a.C.), por ejemplo, sorprenderá a más de uno, así como el desenlace de las últimas cincuenta páginas, creándose situaciones y resoluciones plausibles sobre tópicos literarios e históricos. Del mismo modo, la autora, desde la literatura, ofrece una cierta luz sobre aspectos menos trabajados por el ensayo histórico: por ejemplo, la preparación de la flota comandada por Agripa y que pondría fin al dominio de Sexto Pompeyo en el Mediterráneo central, o las campañas de Ventidio contra los partos y el papel jugado por Antonio en su continuación.
Donde la autora de novelas como El pájaro espino ofrece – una opinión ésta muy personal – su peor registro es en escenas de corte romántico, como el encuentro entre Octavio y Livia Drusila, y su posterior matrimonio. Unas escenas, además, que recordarán al lector a otra Livia Drusila y en otras novelas de la saga (El Primer Hombre de Roma y La corona de hierba). El exceso de casualidades, los giros poco creíbles que asume la trama en relación a la pasión que sufren ambos personajes y un tono que navega entre lo empalagoso y lo forzado lastran un relato que tiene más fluidez en las escenas que muestran la oposición / confrontación / reconciliación / guerra fría / conflicto final de personajes como Antonio y Octavio, y quienes les rodean.
Otro de los problemas de la edición en castellano de la novela es la pésima traducción que ha realizado Planeta. Ya lo comenté en otras partes: la traducción es mejorable en muchísimos aspectos, plagada de erratas, errores históricos a causa de una traducción literal del inglés, en ocasiones desidia y, en general, con una inexistente corrección editorial. Es una lástima, pues los primeros volúmenes de la saga están magníficamente traducidos, con una agilidad y una viveza que captan con acierto el estilo propio de McCullough.
Si Antonio y Cleopatra dan título a la novela y su progresiva relación, desde lo político a lo físico y lo apasionado, es un filón prácticamente inagotable que resume perfectamente la profundidad con que la autora ha desarrollado a los personajes, César Octavio es, en realidad, el gran protagonista del libro. Con él, McCullough perpetúa el recuerdo de César, aunque con un César muy diferente al anterior, y nos ofrece un magnífico protagonista literario, con múltiples caras y matices, y que sorprende al lector hasta prácticamente la última página. Las luchas entre los tres personajes, Antonio, Octavio y Cleopatra, son el telón de fondo de una novela ambiciosa, bien resuelta, aunque con algunas deficiencias afortunadamente no graves.
En definitiva, y para poner fin a una reseña que podría alargarse aún más, Antonio y Cleopatra, no siendo la mejor de las novelas de Colleen McCullough en la saga Masters of Rome, sí que es una excelente muestra del género. Una novela a años luz de tantas y tantas novelas que se publican – en ocasiones sin mucho criterio –, que deja muy buen sabor de boca en el lector y que constituye un buen colofón a una de las mejores series de novelas históricas jamás escritas.