Al toque: El Niño de la Almudena
Al cante: Manolo de Morgue
En el flamenco la muerte espera en lugares distintos: a veces en la del otro, que es siempre la que antecede a la de uno (la de la madre, el padre, el compañero y la compañera, el hermano, el amigo); otras en un camino, en una navaja o en un fusil que aguardan, en una mina, un ajusticiamiento. Pocas veces en accidentes (y siempre en los cantes mineros), que es un tema escasamente flamenco y bastante más posmoderno, aunque intérpretes de la talla de Manolo Caracol, Jacinto Almadén o el guitarrista Pedro Bacán dejaran sus vidas en las carreteras en sacrificio al automóvil-Juggernaut.
A veces en los milagros, otra situación de suspensión del tiempo, la física y las leyes de corrupción de la materia, la carne se mantiene tal cual, fresca y hermosa. Porque, por si no te has dado cuenta aún, querido oyente, es de carne de lo que hemos estado hablando todo el rato. El flamenco no es un cante del espíritu, aunque se hable de alma. El buen flamenco es un sonido que genera y demarca espacio real, un lugar de aparición del eco, de algo que los muertos devuelven a la vida, en un aquí y un ahora, a través del cante, del toque o del baile. La muerte, por ello, es un tema central; más que un tema, una de las sustancias fundamentales en el quehacer flamenco.
¡Salud y gusanitos!
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