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By Jose Ignacio Munilla CATECISMO 2ª parte
Catecismo 1688-1690. La celebración de las exequias II

Catecismo 1688-1690. La celebración de las exequias II

2/9/2014 · 44:44
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1688 La Liturgia de la Palabra. La celebración de la Liturgia de la Palabra en las exequias exige una preparación, tanto más atenta cuanto que la asamblea allí presente puede incluir fieles poco asiduos a la liturgia y amigos del difunto que no son cristianos. La homilía, en particular, debe "evitar" el género literario de elogio fúnebre (cf. Ritual de exequias, Primer tipo de exequias, 41) y debe iluminar el misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado.

1689 El Sacrificio eucarístico. Cuando la celebración tiene lugar en la Iglesia, la Eucaristía es el corazón de la realidad pascual de la muerte cristiana (cf. Ritual de exequias, Prenotandos, 1). La Iglesia expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus consecuencias y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del Reino (cf. Ritual de exequias, Primer tipo de exequias, 56). Así celebrada la Eucaristía, la comunidad de fieles, especialmente la familia del difunto, aprende a vivir en comunión con quien "se durmió en el Señor" , comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él.

1690 El adiós ("a Dios") al difunto es "su recomendación a Dios" por la Iglesia. Es el "último adiós [...] por el que la comunidad cristiana despide a uno de sus miembros antes que su cuerpo sea llevado a su sepulcro" (cf. Ritual de exequias, Prenotandos, 10). La tradición bizantina lo expresa con el beso de adiós al difunto:
Con este saludo final «se canta por su partida de esta vida y por su separación, pero también porque existe una comunión y una reunión. En efecto, una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia Él [...] estaremos todos juntos en Cristo» (San Simeón de Tesalónica, De ordine sepulturae, 367).

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