Hoy es viernes 15 de enero. Fuera hace 6 grados. No hay nubes. Pero eso no es raro en Valencia, porque Valencia no es una ciudad de nubes. Las nubes tienen una influencia increíble en el clima terrestre. Debido a que están formadas por una espesa capa de vapor de agua, las masas nubosas se convierten en filtros solares que reflejan hacia el espacio exterior gran parte de la energía procedente del Sol. Esto es, las nubes dificultan que el calor recibido durante el día se disipe durante la noche, por lo que en días sin nubes, las temperaturas caen propiciando las heladas. Aquí nos quejamos del frio pero El municipio de Oymyakon (Rusia), ubicado en el este de Siberia, ostenta el récord de la temperatura más baja jamás registrada en un lugar habitado por el hombre. Esta increíble temperatura fue de -71,2ºC. Según consta en los registros, este récord ha sido alcanzado en dos ocasiones: el 11 de febrero de 1895 y posteriormente el 10 de enero de 1982.
La tormenta Filomena se marchó pero todavía se siente que estuvo aquí hace muy poco. Apenas es portada en los periódicos la nieve, y el covid vuelve con fuerza a las portadas con la tercera ola.
Buenas noches, soy Sergio Llorens y esto es palabras sonoras, un programa para desconectar, relajarse y centrarse en el presente porque es lo único que tenemos.
Aquí en Valencia capital no ha nevado. La gran nevada fue en 1960. Dicen que Todos los copos de nieve tienen 6 lados. Son simétricos, transparentes y reflejan la luz como si de una joya de lujo se tratase.
Según el Guinness World Records, el 28 de enero de 1887, un copo de nieve de 38 centímetros de ancho y 20 centímetros de espesor cayó en Fort Keogh, Montana, convirtiéndolo en el copo de nieve más grande jamás observado.
El copo de nieve promedio cae a aproximadamente 4,8 km/hora.
Una sola tormenta de nieve puede arrojar 39 millones de toneladas de nieve.
A veces parece que todo quedaba paralizado con el covid pero luego ha llegado una borrasca llamada Filomena que ha conseguido que nos olvidemos durante algunos días del covid. Pero no tenemos que olvidar que la borrasca la trajo la naturaleza. Así que parece que queda claro quién manda en esta vida y en este mundo y no somos los seres humanos. Y como filomena ha traído tanta nieve pues muchos ya dicen que lo del calentamiento global no se sostiene. Y uno piensa... pero qué tendrá que ver una cosa con la otra, una cosa es el clima y otra el tiempo. Y aunque haya nevado exageradamente, el calentamiento global sigue ahí. Y es necesario cambiar nuestro modelo de sociedad o de planeta para respetar a la naturaleza.
Y ahora dejemos la nieve, el frio y sus copos. Discúlpenme si por un momento les invito a ponerse metafísicos. Imagínense que se suspenden en un ánimo contemplativo, dejan de hacer lo que están haciendo –esa rueda de actividad infernal de la que nos hablará nuestro protagonista– y se plantean la hipótesis de que la vida de sus esperanzas y desvelos no es más que un sueño. ¿Recuerdan la película «Matrix», cuando Neo se veía obligado por Morfeo a elegir entre la píldora de la realidad y la del sueño feliz? ¿Qué escogerían ustedes? Arthur Schopenhauer (1788-1860) siempre lo tuvo más claro: la vida no vale la pena salvo, quizá, por el empeño intelectual de llevar a cabo un despiadado conocimiento de sus ilusiones. El alivio cierto de la muerte le llegó el 21 de septiembre de 1860 en su casa de Frankfurt tras una intensa vida dedicada a la reflexión filosófica al margen de la academia.
Dinamitar la razón
Aunque Schopenhauer escribió mucho, su obra principal: «El mundo como voluntad y representación» (1818), brinda la auténtica síntesis –metafísica, ética y estética– de todo su pensamiento. Sin duda, el carácter anómalo de esta obra dentro de la historia de la filosofía se explica por la heterogeneidad de sus influencias: la síntesis de doctrinas budistas e hinduistas, Platón y la doctrina kantiana. Influido por la filosofía hindú, que por entonces se había hecho accesible al lector occidental, Schopenhauer recoge la canónica distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno desde un sesgo original. Mientras que el mundo de la representación es identificado como un velo de Maya –volvamos a «Matrix»–, la voluntad de vivir –el fondo último– es una dimensión perpetuamente absurda e irracional.
La ilusión de la historia
Ahora bien, la «voluntad» de Schopenhauer es un principio metafísico infinito, pero también amoral. Su falta de determinación o de finalidad última es además índice de su libertad absoluta. No hay tampoco progreso en la historia, pues ésta es incapaz de «enseñar» propiamente nada importante al hombre. El cambio histórico es una mera ilusión superficial que nos hurta el conocimiento de lo eterno. «Ni las máquinas de vapor, ni los telégrafos pueden hacer jamás del mundo ‘‘algo esencialmente mejor"», afirmaba.
Querer más al perro
La respuesta de Schopenhauer consiste en negar el valor de la existencia de modo categórico: la vida es dolor, caducidad y miseria; la existencia, un completo sinsentido. La única salvación que el hombre puede esperar es la de su reposo en la nada para siempre. No en vano, afirmó que cuanto más conocía a los hombres más quería a su perro. Una anécdota revela su profunda misantropía. Se cuenta que el filósofo, rentista a lo largo de su vida, recibió en su apartamento a soldados leales al gobierno para que éstos pudieran disparar mejor contra la chusma durante la revolución liberal de 1848 en Frankfurt.
No cabe duda de que para Schopenhauer el hombre era un lobo para el hombre. Su ética, claramente influida en este punto por el budismo, gira por consiguiente en torno al problema fundamental –básico en las religiones– de cómo contrarrestar con posibilidades de éxito el todopoderoso y ubicuo egoísmo. «El móvil principal y fundamental en el hombre, lo mismo que en el animal –dejó escrito–, es el egoísmo, es decir, el impulso a la existencia y el bienestar». Muy glosada (Cernuda, por ejemplo) es su famosa –y maliciosa– comparación del hombre con un puercoespín: un animal miserable deseoso de acercarse a otros para calentarse y buscar refugio en la intemperie, pero que corre el riesgo de pincharse con las espinas de los otros congéneres.
Conforme a su intuición básica de que «toda vida es sufrimiento», Schopenhauer afirma la anterioridad ontológica del dolor respecto al placer; éste, a la postre, no es sino la ausencia momentánea de sufrimiento. De ahí también la fuerte carga ascética de esta reflexión: su búsqueda filosófica de un anonadamiento capaz de anular por completo todos los deseos egoístas del hombre, preso en los límites de su propia e ilusoria individuación. Prescindiendo de la muerte, sólo hay dos modos de escapar del círculo vicioso de esta voluntad incesantemente instigada a desear: la compasión y el arte.
De Wagner a Houellebecq
La obra de Schopenhauer ha ejercido influencia no sólo en filósofos y pensadores importantes (Nietzsche, Wittgenstein), sino en numerosos literatos y artistas. Caso especial merece Richard Wagner, quien reconoció en parte de su obra («El anillo») su enorme deuda con la cosmovisión pesimista del filósofo y su consideración de la música como arte metafísico por antonomasia. Freud, por su parte, no pudo por menos de reconocer en la crítica del autor alemán a los engañosos motivos conscientes del yo un destacado precedente del psicoanálisis y de la teoría del inconsciente que luego plasmó. En el mundo literario tampoco pasó desapercibido a escritores que van desde Borges, que aprendió alemán sólo para leer al filósofo, o Thomas Mann y muchos otros: Cioran, Proust, Bergson y, entre los vivos, Michel Houellebecq.
Mal karma: Su obra tuvo poco eco editorial y académico
Schopenhauer conocía la filosofía oriental e incorporó muchos de sus conceptos al pensamiento occidental, por lo que no se enfadaría si se aplica con él una de las doctrinas con más predicamento en Asia: el karma, una energía universal que convierte nuestros actos en sufrimiento para las próximas reencarnaciones. Schopenhauer tenía un carácter hosco que rozaba con la sociopatía. Mantuvo una mala relación con su familia y coetáneos del mundo académico y una confrontación con Hegel, al que intentó desbancar como el filósofo oficial de Alemania. Su examen para acceder a la docencia de la Universidad de Berlín estuvo marcado por el enfrentamiento con el propio Hegel, que formaba parte del tribunal que decidía su acceso. Aprobó, pero no cejó en su empeño: hizo coincidir sus clases con las del autor de la Dialéctica, con el fracaso como recompensa. Su labor docente apenas duró seis meses. Tampoco le fue mejor a su obra. «El mundo como voluntad y representación», que apareció en 1919, pasó desapercibida. La editorial, Brockhaus, apenas vendió 600 ejemplares en nueve años.
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